Sudando por esos ríos
No voy solo. Estoy muy bien acompañado por los jóvenes y asesores de la JEC de Mendoza (durante una semana, hasta que regresen) y por mi compañero Reinaldo, que llega a estas tierras al mismo tiempo que yo procedente de la diócesis de Trujillo. Se trata de pasear, de tomar contacto y conocer de primera mano algunos puestos de misión. Es un aterrizaje realmente abrasador porque estos días el calor es asfixiante.
El fin de semana sustituimos al padre Yvan en los misas de Tamshi. El pueblo es grandazo pero a la iglesia va poca gente, y creo que es lo habitual por estos lugares. A pesar de que nos esforzamos por hacer participar, a la gente le cuesta reaccionar, sonreír. Cuando vamos por la calle notamos eso mismo: la timidez, el carácter más cerrado, menos expresivo. Y nos topamos con la pobreza, las casas de madera, muchas alzadas sobre palos para esquivar la creciente del río, los niños a montones, los escasos servicios. No hay duda de que la población de la selva está más en la periferia de intereses políticos y económicos.
De allí pasamos a Indiana, donde ya estuve el año pasado. El deslizador va que se las pela, y cuando agarra baches en el agua, salta y arranca gritos por ahí; algún gracioso dice que son los rompemuelles del río. Todo me resulta conocido: las calles, los zancudos, el plátano frito del desayuno, el mercado y su alegre desorden, la parsimonia de Paco, las mecedoras… y el espectáculo del Amazonas fluyendo manso pero como agazapado en su hermosura. Una belleza que se cuela por la ventana de mi habitación del piso de arriba y que me hace preferirla a pesar de que es un horno.
Y es que por momentos el calor me abruma. Más que el calor, el sudor. Me paso el día sudando a chorros, secándome la cara con pañuelos que pronto quedan empapados, y temo incomodar a las personas, y eso me fastidia y creo que me hace sudar más. Tengo que aceptar eso: que hace mucho calor, que voy a sudar, y tratar de adaptarme y llevarlo lo mejor posible. A muchos veo con el mismo problema, siempre con una toallita a cuestas. Es como en Togo: el clima condiciona mucho la vida y moldea la mentalidad de la gente, conforma los relieves de estas culturas.
Pero el día que visitamos Orellana es más fresco. Mariana y Darlene nos esperan en el embarcadero (las conocemos del encuentro de la JEC). Nos hacen recorrer el pueblito, pequeño pero coqueto, con un monumento que recuerda que fue acá donde el extremeño Francisco de Orellana, bajando por el Napo, descubrió el Amazonas el 11 de febrero de 1541. Este puesto de misión tiene unas 40 comunidades y hace años que no cuenta con sacerdote estable, igual que Indiana. Mariana es misionera laica y la responsable de todo: la pastoral, las visitas, las celebraciones… En la casa parroquial, viejita y con aspecto de barco de madera, almorzamos arroz con pavo antes de surcar las cuatro horas de regreso a Indiana.
Y ahora es viernes y escribo de nuevo desde Iquitos, en la sede del Vicariato, en mi habitación de misionero que está de paso por la urbe. Me abanico porque el calor no da tregua, y ahorita llamaré a mis muchachos de Mendoza para reunirme con ellos más tarde y despedirme del todo. Ahí sí que me quedaré solito con mi selva. Menos mal que parece que habrá cocos helados con quizá un toque de vodka, porque estaré algunos días en Indiana.
César L. Caro