Accidentado recorrido por el río Putumayo, frontera entre Colombia y Perú Más desventuras fluviales
Tocaba remontar medio Putumayo en su curso peruano, desde Estrecho a Soplín Vargas. Un señor viaje en el corazón de la Amazonía surcando un territorio infestado de grupos de narcos que se lo disputan. Casi nada. La aventura prometía y desde luego no decepcionó.
Tocaba remontar medio río Putumayo en su curso peruano, desde Estrecho a Soplín Vargas, o lo que es lo mismo, recorrer la mitad de la frontera entre Colombia y Perú. Un señor viaje en el corazón de la Amazonía surcando un territorio infestado de grupos de narcos que se lo disputan. Casi nada. La aventura prometía y desde luego no decepcionó.
El día comenzó a las 4 de la madrugada pasando en precaria canoa de Estrecho a Marandúa, la población colombiana de enfrente. Al llegar, cuando voy a saltar a la balsa donde se agarra el deslizador, veo que el ayudante del botecito deja caer mi mochila al río… Así como suena, la mochila enterita al agua con todo y computadora dentro. El inicio no presagiaba nada bonito.
Las dos o tres primeras horas hay pocos pasajeros, así que saqué varias cosas, limpié mi laptop y coloqué la mochila al aire de la marcha para que se fuesen secando al menos las esponjas. Afortunadamente le había puesto el plástico impermeable y eso evitó desastres mayores. En la primera parada, el Encanto, salimos a estirar las piernas entre una nube de moscos que me sacaron el ancho en un instante por más que iba tapadito. Reanudamos la marcha con la nave ya llena.
El tramo siguiente fue tranquilo y con buen tiempo. Navegábamos veloces, con música a todo volumen, tan alta que se oía sobre el ruido del motor. El Putumayo, a medida que se sube, se hace más solitario y silencioso; no hay movilidades, uno tiene la sensación de irse adentrando en una hermosa desolación. No creo que haya en el mundo muchos parajes naturales tan vírgenes como estas inmensas vueltas del río en las entrañas de la frondosa selva.
En esta época del año hay mucha agua, y esta temporada la creciente es especialmente grande, de manera que el río invade tierras y forma atajos por donde las embarcaciones pasan evitando justamente vueltas y ahorrando tiempo y combustible. En varios momentos llegábamos a una bifurcación, y el copiloto indicaba al motorista si por la derecha o por la izquierda… hasta que en una de esas no hubo acuerdo y ¡puuum!, el bote se aventó hacia el centro y quedó varado en una playa.
Se conoce que la hélice rascó la tierra y a partir de ahí el motor ya no funcionó bien. Se detuvo un par de veces en medio del agua, y haciendo puf puf llegamos a una comunidad llamada Puerto Alegría, en la orilla colombiana. Nos advirtieron que podíamos almorzar sin apuro porque la cosa estaba fea y ya veríamos si tendríamos que pasar la noche ahí… optimistas augurios de los encargados.
Durante casi tres horas se pelearon con la cola del motor, que desarmaron con ayuda de una llave que prestaron a los del puesto militar cercano. Por fortuna mi chip Claro procesaba SMS a pesar de estar en el extranjero, y pude enviar SOS a Estrecho. Estábamos ya bromeando sobre si íbamos a pernoctar amontonados como anchovetas, con qué nos protegeríamos de los zancudos, etc. en lo que llega una señora del lugar con dos niñas pequeñas y me pregunta: ”¿Es usted el padre César Caro?”
(😯 Pero ¿cómo es que me conoce esta mujer?). “Soy la tía del p. Alejandro, de Soplín, y me ha llamado para avisarme de lo que pasa. Si no pueden seguir, usted se viene a dormir a mi casa”. Interesante que fue hablar doña Alexa (así se llama) y reinar un silencio sepulcral en el grupo de viajeros botados. Me sentí aliviado por no estar solo en el mundo y maravillado de la generosidad de la gente. Conversamos alegres y así se pasó el tiempo hasta que dieron el zarpe.
No hizo falta, pues, hacer efectiva la hospitalidad. El tratamiento con mis compañeros de peripecia ya había cambiado (“padre” por aquí, “padre” por allá…) desde esa epifanía involuntaria. Quedaba aún un buen trecho hasta mi destino, pero ya no se registraron más calamidades quitando algún chubasco inoportuno -para redondear-. Después de quince horas de accidentada travesía, arribé a Soplín Vargas, donde me esperaban Fernando y Alejandro (el sobrino salvador) con un suculento juane. La computadora prendió y en ella escribo.