Visita a una comunidad indígena yagua en el río Amazonas (Perú) Un día sin hacer nada
No hicimos nada: cero resultados; no hubo reunión, ni misa, ni bautismos. Pero me he pasado de extensión y me han quedado cosas por contar… Tal vez no hacer nada sea condición para abrir los ojos, prestar atención y conocer para amar. Quizás sean necesarios muchos días como este para que, dentro de veinte años, hayamos descubierto por dónde y cómo caminar juntos.
Incrustada en la gira de confirmaciones aparece una visita a la comunidad yagua de Remanzo (con z), un lugar de primera evangelización y una buena piedra de toque para que se expresen los más característicos genes misioneros: estar, escuchar, aprender, paciencia, mucha paciencia y más paciencia.
Me toca con Rosalinda, una de las EMJ de Pebas, el distrito al que pertenece este caserío. Nos bajamos del deslizador y buscamos a Leónides, el animador, pero está trabajando; preguntamos por el teniente gobernador, pero “no hay”. ¿El agente municipal? Tampoco. En realidad, hay pocos vecinos porque “se han ido a la raspa”. Nos lo cuentan las mujeres que se han acercado a nosotros para charlar sentados en unas bancas bajo un árbol junto a la orilla del río.
Media población se ha ido a cosechar hojas de coca, que los narcos pagan ahora a 0,80 soles (0,21 €) el kilo; con eso se procesa en la misma selva la PCB (pasta básica de cocaína), que se envía en bloques de color pardo a Manaos, a Iquitos o a Bogotá para que sea refinada y extraído el alcaloide. Las señoras nos preguntan si hemos visto el PIAS (Plataformas Itinerantes de Acción Social), o sea “el buque” que en teoría brinda varios servicios (banco, RENIEC, atención sanitaria, cobro de programas sociales…) y que más de dos veces es otro fraude para el pueblo menudo.
Mientras van a avisar a Leónides, en la conversación escuchamos “las cosas de la gente”, sus intereses y necesidades. A menudo pensamos que tenemos que hablarles de “lo nuestro” (si no, ¿para qué vamos?), pero eso será mero ruido si no nos sienten parte de ellos, de su vida. El animador no se enteró de que veníamos hoy, no nos esperaban. Ya pues. “Intentemos hacer algo”- nos decimos, persistiendo en nuestra torpe programación occidental.
Nos dirigimos a la escuela. Al caminar miro nubes de niños y me pregunto si no hay clase. El director, que hoy no trabaja porque es su cumpleaños (lo cual explica en parte el aplastante absentismo), nos advierte de que acaba de presentarse la supervisión de la UGEL y que no podemos ingresar ahora. Piña. En la tarde veremos llegar más visitas inopinadas: los de la municipalidad, la brigada de vacunación… Todos arribamos a la vez y nos chocamos con el mismo muro.
Paseamos y nos impacta la sencillez, casi miseria. ¿En qué gastan la plata que ganan raspando? Vemos otro cumpleaños, una casa atiborrada de botellas de cerveza y con la música a todo volumen. Se lo gastan en tomadera; la pobreza más destructiva infecta las cabezas, desestructura las familias, degrada las culturas. Los yaguas casi han olvidado su lengua.
Y eso que la escuela es bilingüe. Pero está medio vacía, invitamos a los pocos alumnos a reunirnos en la tarde en la maloka. Entonces no sabemos que no podremos porque la maloka estará llena de moradores borrachos, varones y mujeres… Qué problema el alcoholismo en tantas comunidades indígenas. ¿Cómo acompañar esa situación? ¿Cómo ayudar a superarla?
Entregamos algunos víveres (arroz, aceite, fideos, atún enlatado, azúcar…) y Estefany se brinda a cocinar. Nos han acomodado en casa de don Genaro, que tiene 78 años y casi no puede caminar. Una nuera que vive al costado lo atiende y un nieto duerme con él, pero pasa gran parte del día solito, trastabillando de la hamaca a la mecedora. La casa no tiene baño, como casi todas las de este lugar; el anciano se hace pichí sobre la madera del piso. Le hacemos compañía, nos cuenta que es de Yurimaguas, vino por esta región de soldado y acá formó su familia.
Las horas van transcurriendo lentamente bajo un sol severo, interrumpido por una suerte de breve tempestad que hace estremecerse las construcciones, ya de por sí inestables. Regresan los colegiales de San Francisco, el sitio donde estudian y al que han de ir diariamente en bote. Seguimos sin hacer nada de mérito aparte de bromear con los críos y enterarnos de más cosas: la precaria electricidad, la falta de agua potable, la inexistencia de atención sanitaria…
En la noche, Estefany ha preparado café y ha frito plátanos. Pero también nos invitan a pango* donde el hijo de Genaro: dos cenas, es la fisonomía del agradecimiento de esta gente. Y eso que hemos pasado una jornada como estatuas. Armamos las carpas y a descansar (¿de qué?). En la madrugada, de pronto mucho ajetreo, voces. Me levanto y me dicen que “el viejito no hay”. Buscamos a Genaro y lo encontramos debajo de la casa, hasta allí se ha arrastrado con su cabeza perdida; he pensado que estaba muerto, pero no, lo hemos subido de nuevo, lo han lavado y todos a dormir.
No hicimos nada: cero resultados; no hubo reunión, ni misa, ni bautismos. Pero me he pasado de extensión y me han quedado cosas por contar… Tal vez no hacer nada sea condición para abrir los ojos, prestar atención y conocer para amar. Quizás sean necesarios muchos días como este para que, dentro de veinte años, hayamos descubierto por dónde y cómo caminar juntos. Confieso que yo disfruté a full; Rosalinda, también.
* Sopa con pescado y plátano sancochado; plato típico de la selva.