La gratuidad de Dios en los jóvenes

¿Cómo es posible? Pasan los años, cambia mi edad, cambian el país y el continente, la raza, la época, el clima, la cultura y el idioma, todo es diferente y nuevo, pero el gusto y la necesidad de estar con los jóvenes permanecen siempre, bien vivos en mí, como algo que me define, me impulsa y me calma, un pedazo de mi identidad o un lugar al que constantemente regreso porque es mi patria.

Este año he faltado a muchos de los encuentros semanales, que por cierto no se pueden calificar de demasiado “regulares” o “efectivos”: unas veces vienen unos, el sábado siguiente otros, etc. (el pan nuestro de cada día en todas partes; posiblemente el paradigma de pastoral juvenil basado en “el grupo” nacido en los 70 ya no se sostiene, pero ese es otro debate que acá no toca). No fui porque estaba fuera de Islandia, por las comunidades, pero siempre que he podido he participado, ¡¿cómo me lo iba a perder?! Aun así noto ahí como una insuficiencia espiritual, una anomalía en los marcadores de mi vocación.

De hecho hoy día, en la fiestecita de despedida del año antes de las vacaciones (que acá son de Navidad y verano), me he percatado de que las destrezas de la relación espontánea y simpática se estaban espabilando. Las bromas habituales se desengrasaban y se expandían las risas a sus anchas, porque no se olvida uno nunca de montar en bicicleta: “Con ustedes me encuentro bien”. Entre vasos de guaraná y mordiscos al anticucho de corazón de res pasamos un rato relajado y hermoso.

La música “de obligado cumplimiento” no ayuda a las conversaciones, y hubo momentos en que cada uno tenía la nariz literalmente metida en su celular, pero la entrega de los regalos del amigo secreto fue muy chistosa. Un polo, un portafotos, unos aretes, una gorra o un perfume, cosas sencillas al alcance de sus bolsillos; y a la comida han invitado, sin saberlo, amigos de España, con esas propinas “para lo que tú veas conveniente”. Gracias en nombre de todos porque la parrillada estaba vacán.

Hay un compañero muy radical que me dijo el otro día, hablando de los indígenas: “de la Amazonía lo mejor que podríamos hacer es irnos y dejarlos tranquilos con sus creencias”. Con los jóvenes mi sensibilidad se va inclinando a algo parecido a medida que pasa el tiempo: más que proponerles o transmitirles algo, mi aspiración es acompañarles, tener el privilegio de formar parte de sus vidas apenas incipientes, asistir a los descubrimientos preciosos de quien comienza a fabricar sus sueños.

Mi deseo profundo es que sean personas plenamente logradas y dichosas, que puedan disolver el sufrimiento y vivir aquí y ahora, capaces de relaciones auténticas y con madurez para aportar a la sociedad y entregarse a otros. Lo escribo y me doy cuenta de que esa es la definición del amor. “Sólo puede ser misionero alguien que se sienta bien buscando el bien de los demás, deseando la felicidad de los otros” (Evangelii Gaudium 272).

De modo que era eso. Estar con ellos simplemente porque les amo, porque a su lado todo concuerda, la vida se me aclara y el encuentro conmigo es un acorde armónico. Signos inequívocos de la sorpresa de Dios y su visita perenne en cada joven que se cruza en mi camino, su gratuidad que me conmueve y me sustenta.

César L. Caro
Volver arriba