Yo pensaba que lo había visto todo
La huella de las llantas de los carros abre gigantescas cicatrices en la carretera que lleva de Soritor a Paitoja. Nunca he visto camionetas tan altazas, y cuando empezamos a rodar lo comprendo: las ruedas se meten casi por entero en los profundos surcos de barro que estos días están bastante secos (menos mal). Si saco la mano por la ventanilla podría tocar la tierra rojiza, pero no lo hago porque me golpearía la cabeza: el trocoleo del vehículo me recuerda a la cazuela loca de la feria de Mérida cuando era niño, qué bestia.
Casi todo el camino el chofer va en primera y con la 4x4 metida, porque las piedrazas son enormes y el lodo amenaza con tragarnos a cada momento. Hay curvas cerradas donde la llanta patina durísimo echando humo, y el barro despedido me salpica. A veces el carro se echa hacia un lado tanto que parece que vamos a volcar, pero la gente que va en la tolva se ríe como nos divertíamos los de la cazuela y uno acaba por no darle ya importancia a nada, lo que esté de pasar que pase, Diosito.
Llegamos a Paitoja sanos y salvos. Andrés, el agente de pastoral, dice que es mejor almorzar ahora a pesar de que son apenas las 10 de la mañana, así que nos metemos entre pecho y espalda un plato de arroz con papas y cecina de chancho. Porque inmediatamente nos esperan cuatro horas hasta Garzayacu, 17 kilómetros de uno de los caminos más duros y difíciles a los que me he enfrentado. Una cuesta pavorosa, interminable, unos barros enormes, negros y profundos, con problemas constantes para mantener la verticalidad.
Sentir que te están esperando lo compensa todo. Doña Paz nos hidrata con refresco y el cuerpo se apacigua. El almuerzo está listo pero casi es más necesario el baño, el chorro de agua fresca tras la caminata es una de las sensaciones más agradables. Y luego un rato de siesta imprescindible. Las familias de los agentes de pastoral se convierten en nuestras propias familias durante estos días. Yeleni tiene doce años y le gusta conversar, perspicaz y viva en sus preguntas: "Padre, sería mejor que tuvieras esposa, ¿di? Así te esperaría a la vuelta de la gira con la sopita caliente". El sol poniente seca la ropa de caminar antes de dar el turno a las estrellas, que colman un cielo espectacular. Todo es bello y tremendo, así es mi Perú.
También en la iglesita nos esperan: hace más de un año que no celebran la Eucaristía, ni ningún sacramento. Habrá varios bautismos, primera comunión y una pareja se va a casar; desdoblo el expediente que traje en la mochila y allí mismo, sentados en un costado, mientras ensayan las canciones, rellenamos los datos, interrogo a los novios, a los testigos y ensayamos la fórmula del consentimiento. No hay traje blanco ni corbata, ni siquiera anillos, todo es muy sencillo y tiene que ser hoy porque hoy es cuando el sacerdote está aquí. Simple y llanamente.
Tardísimo nos vamos a acostar. "Descansa padre porque mañana nos espera una buena" - me dice Wilder. Estoy reventao pero feliz, porque este día coincide plenamente con el propósito de mi vida: salir, ir, llegar a los más necesitados del Evangelio, a los más apartados en los sitios más remotos. Me duermo sonriendo al pensar que mañana iremos nada menos que a Centroamérica, jaja.
César L. Caro