En tierra de nadie
Al final llegamos, empapados en sudor de pies a cabeza. Mi gorro lo escurro y cae un chorrito, y los calcetines altos que me regaló mi grupo del MRC de Santa Ana los he roto por los talones, qué bestia. Hace dos años que no hay visita parroquial en Palmeras y Wilder no se acuerda de dónde tenemos que ir; intentamos comprar agua embotellada pero no encontramos (¿qué beberán acá, solo trago? - bromeamos). Al toque nos encuentran a nosotros, porque nos estaban esperando. Y nos llevan a casa de Martín.
Vaya si nos esperan. Nos esperan con estas sonrisas de las tres niñas de esta familia, preciosas y reconfortantes. La señora Blanca ha preparado una sopa con unas carachamas tan grandes que ni caben en el plato. Mientras como recuerdo la novela "Como agua para chocolate": el almuerzo me devuelve la vida, pero sobre todo hace sentir a mi corazón gratitud, humildad y alegría por poder servir a esta gente, tener la suerte de darles aunque sea algunos retazos de Evangelio.
En la capillita también nos esperan, Con decoración de globos en la puerta y varios cientos de manos que estrechan la mía. No cabe un alfiler porque la presencia del sacerdote es tremenda novedad. Hacemos de todo: confesiones, bautismo, primera comunión, matrimonio... Y cuando en la plegaria eucarística llega el momento de nombrar al obispo, el lío padre: este pueblo no pertenece a nuestra parroquia ni a la de Soritor, sino a otra dentro del distrito de Huallaga que tiene otro obispo distinto al de Moyobamba. Está lejísimos de todas partes, como en tierra de nadie; por eso nadie se ocupa de ellos. Bueno, nosotros lo intentamos aunque Palmeras no sea "nuestro". En fin, que nadie sabe cómo se llama el obispo y pasamos palante,
Pocas veces como acá me han pedido tanto, al despedirnos, que regresemos. Pero de verdad, con sentimiento. Y así emocionados emprendemos la marcha hacia Centroamérica. Supuestamente nos aguarda el agente municipal del pueblito para acompañarnos a bendecir el cementerio, pero cuando llegamos, hallamos a la gente en las faenas propias del domingo por la tarde: voley, fútbol, distensión, descanso. El hombre sale del partido a preguntar quiénes somos, y un cuarto de hora después está armado el grupo que va a ir al camposanto. Son casi las 6 de la tarde y el sol palidece ya.
"¿Está muy lejos?" - pregunto. "Acasito, padre" - me dicen. Oh Dios mío, esa respuesta me pone los pelos como escarpias... Efectivamente, enfilamos una cuesta terrible de más 40 minutos a toda velocidad antes de que nos gane la noche. El cementerio no cuenta con ningún inquilino todavía (este pueblo no tiene ni cinco años de edad), más bien está ocupado por el monte, así que los hombres tienen que emplearse un buen rato con los machetes para despejar un claro donde por fin hacemos la bendición, de noche y sudando. "Cuando vengan a traer el primer féretro por esa cuesta, el muertito los acaba a ustedes" - les digo. Carcajadas en medio de la oscuridad.
El baño es con un barreño gigante y una jarra, qué rico. Me pongo el pijama térmico y veo que la pulsera canta que hoy he caminado más de 25 kilómetros... No tenía unas ampollas tan gordas en los pies desde el camino de Santiago que hice en 2004. Mientras mi cabeza llega a la frazada que hace de almohada, centellea una ternura en mí: ¿cómo que no? Palmeras es mío por pobre y por apartado. No es tierra de nadie, es tierra de Diosito. Pues claro que voy a regresar, aunque sea a la pata coja.
César L. Caro