“La noticia llegó a todos los rincones de la parroquia con la rapidez del incendio que se eleva bruscamente sobre la falda del Cebreiro y sus llamas, que el viento hace bramar con fuerza, todo lo consumen a la velocidad de lo visto y no visto. La gente y todo lo que respiraba sobre la tierra contuvo la respiración. `Los pensamientos se entrechocan en mi cabeza y los sentimientos en mi corazón, pero estoy segura de que sobre la tierra nada hay más mísero que el asesino de un ser inocente, así sea un hijo mío. El oprobio y el escarnio se han abatido sobre nuestra casa, y la han precipitado y sepultado en la oscuridad del abismo de la muerte´, pensó mi madre y exclamó en alta voz: `Desde ahora todo el mundo tiene derecho echarnos de aquí a patadas como se echa a los perros asesinos´. Fue terrible, pero nadie nos marginó. Seguimos siendo una casa como cualquier otra”. Los dos apostados a la barra del bar, me lo contó susurrando. Hace muchos años que sucedió.