En estos atardeceres interminables, lluviosos y brumosos de otoño, las calles solitarias y calladas de la aldea, collar y tumba de secretos, nos miran por las cuencas vacías de sus enormes ojos. Una cierta tristeza contenida y un aire lleno de nadie sabe qué impregnan los recuerdos, la lectura, la oración, la charla, la partida y ejercen una presión suave pero insobornable y cavan en el alma una vida en sombra, honduras indescifrables, como montón de copos grises que nos acosan. Lejos queda, paisaje sin confines, huellas en la arena, los encuentros, las miradas, los senderos frecuentados, las terrazas llenas, las sentadas en hierba verde al lado del río escuchando la eterna canción del Eiroá, aunque no olvidados, del verano.