Paseando por O Cebreiro, voluminosa fortaleza, al viajero le surgen de tiempo en tiempo sueños y ensueños, como muros en ruinas, como secas ramas colgantes, sin objeto concreto y nada determinado que arrullan el espíritu sobre la inestabilidad de las cosas. La imaginación se ceba, se muerde y siente la belleza, el alma sin pensar en nada se esponja y dilata. El mundo y la turbiedad que lo amenaza, y hasta su cuerpo del que le gustaría deprenderse, le son extraños al viajero. Ha borrado por completo la inquietud que le pudiera producir cualquier atisbo de esperanza. No espera nada no teme nada, se siente libre. Todo en redor es reposo, nada más parecido a un arrobamiento. Se deja llevar por lo que siente y siente que existe. El piar de los pájaros, el murmurar del bosque, la eterna canción del Eiroá, y allá abajo en el brumoso valle el humo de las chimeneas, que en otras ocasiones le parecieron música y los renglones de Dios, hoy los siente como estridencia inexorable, arañazos al silencio del alma. Le hubiera gustado convertir este momento en prisión perpetua.