Llegan de muy lejos ecos pregoneros de muerte, que abren el alma en canal y clavan en carne viva la impotencia de los que, llorando y blasfemando contra los dioses que las guerras hechas en su nombre han matado, se desgarran por arrancar del infierno a quienes gritan desde sus lóbregos cubículos del otro mundo, hoyo de chatarra, y la vida se les escapa como un suspiro. El pueblo jubila sobre cada hermano que han arrancado como un gusano de las fauces de la muerte y sobre los cadáveres agita el rojo sudor de su terror. Hijos de otros dioses, miembros de otras hordas, mueren sin que nadie escuche sus lamentos, víctimas del odio y el desprecio de los políticos que, mirando el más incandescente amanecer, y contemplando el sol, que trastornado tiñe de sangre la cima de los edificios derrumbados, y los copos de nieve, lágrimas blancas de luto, especulan como controlar, para que no les perjudique, el dolor causado por la fuerza incontrolable de la omnipotente naturaleza. ¿Hacía donde huir de la noche del mundo?, se preguntan. La mortífera naturaleza y la desidia de los poderosos no matarán la última esperanza ni vestirán eternamente de luto sus bosques, arpas del viento.