En aquel rincón dorado por el sol, cuadro de soledad olvidada, todo pasaba sin pasar. Las horas intactas como guirnaldas eran instantes inmortales. Las campanas allá lejos parecían mariposas cándidas nadando en el campanario que naufragaba en la tenue luz del atardecer. Para asombro de las orgullosas estrellas, una cierta tristeza arrugada ejercitaba, atropelladas por el dulce piar de los pájaros, canciones melodiosas en el arpa de saucos, sauces, abedules, de las orillas del Eiroá, que subían arañando por la tierna ladera del Cebreiro. El cielo parecía un palacio reflejado en un estanque helado con cimientos en los astros. El horizonte, como una enramada cubierta de flores, adquiría formas misteriosas de sueño de limites confusos y vagos, pesada diadema.