“Después de tanto tiempo, su sonrisa y sus ojos, flores negras sin sombra, siguen llenando la brisa y el vuelo de los pájaros dibuja su cuerpo en el aire. Sus susurros lejanos se escuchan muy cerca, suben por la falda del monte como antaño las campanas de la torre y se enzarzan en las ramas de los árboles, imágenes de sus brazos desnudos; la melancolía de la canción del Eiroá flautea su eterna ausencia y la helada de la mañana me hace degustar `la escarcha de sus besos´, instantes intemporales. Al tiempo que en él naufraga mi vida, como entonces naufragaba entre sus brazos, y niebla mi memoria, su recuerdo pone música y fulgor a la penumbra. Pensar para no pensar en ella la convierte en objeto permanente de lo que quiero olvidar, como el recuerdo triste de una rosa marchita. Tal vez todo sea un espejo de mi necesidad que brinda de perennidad todo lo efímero”. O Palleiro estaba lleno. Me lo susurró al oído apostados a la barra mientras los demás jugaban a cartas. Estaba tranquilo y contento. Desde la puerta, cuando se iba, dijo: “No vale escapar de las cosas de la hermosa vida”.