Ni siquiera hacía ruido las mañanas de invierno rompiendo la helada con sus zuecos. Jugó cientos de partidas y nunca llamó la atención al compañero por una mala jugada y se calló siempre que el compañero se la reprochaba a él. Nunca nadie le oí una mala palabra en contra de nadie. Vivió sin hacer ruido y nos sorprendió la noticia de su muerte cuando nadie sabido aún que estuviera enfermo. Su entierro hubiera sido una revelación de su vida para quien no le había conocido en vida. En su velorio, la gente habló del tiempo porque los comentarios sobre su vida sencilla, un poco simple, se agotaban con “Qué buena persona era Abel. Su presencia infundía calma y sus palabras eran como dulces gotas de otoño”. Qué Dios te tenga en su presencia, Abel