Cuando sintieron que los perros ladraban de manera distinta y vieron que coleaban zalameros y que los olisquearon, se levantaron, bajaron la escalera y todos se fundieron en abrazos hondos, comunicadores de secretos. Bendito sea Dios que puedo miraros otra vez en la cara, les dijo la abuela quien rezó durante horas enteras y anduvo novenas para que la peste no se los llevara. Todos dejaron ir su llanto y sus lágrimas por sus mejillas hasta la tierra. Se sentaron todos a la mesa y dejaron divagar sus almas por las últimas novedades de la familia y de la aldea. Aún contra aquello que parece invencible, nunca se puede dejar de luchar, dijo la abuela. Ya sé que fue tu oración, fruto tu fe, y el talento de los científicos quienes vencieron al vicho en su empeño de muerte. Bien pensé no volver a pelearme con las telas de araña de mi habitación de niño, abuela. ¡Qué maravilla volver a juntarnos! ¿Hasta cuándo os quedareis?, preguntó la abuela. Abuela, acabamos de llegar.