Era simple como una paloma, grande como un roble, duro como un boj. Era un niño de 72 años. Andaba saltando de sombra en sol, de abrigo en descampado, como un pajarito. ¿No tendrías, por casualidad, un caramelo?, preguntaba con frecuencia a quien encontraba. Quien lo conocía y sospechaba que en el camino podría encontrarlo, lo llevaba. Gracias, decía. Y sin más, se iba más feliz que una perdiz. No recen por él. Pídanle que le hable al Padre de que nuestras escuelas se quedan vacías, de que los viejos nos estamos quedando solos, se oyó decir en su funeral. Desde que se murió su madre, con infinita pena de dejarlo, lo cuido un sobrino con amor de madre hasta el día en que se asfixio comiendo una uva. Cuando Manuel y Juan, un viejo niño como él, se encontraban se enzarzaban en diálogos interminables que nadie más que ellos entendía. Y mirando para quienes les observaban se decían: no son gente como nosotros.