Bares y tabernas son, desde tiempos ancestrales, centros de tertulia y de reunión. En el bar hablan, con idéntico tono democrático y sin censuras, el monaguillo y el cura, el alguacil y el alcalde. El bar ayuda al ciudadano a mirar de frente a su cercanía: se prioriza lo inmediato, el campo, la lluvia, la sequía y la erótica popular de las fiestas y de la obscuridad del porvenir, sin olvidar la crítica a vecinos molestos y la prepotencia de los líderes. Sus paredes son la geografía viva de las tristezas, del amor y del odio, de las miserias y del orgullo, de la envidia y la solidaridad del pueblo. Uno se puede encontrar en cualquier bar con hombres buenos, delicados, con remansos de paz que ensanchaban los pulmones, con fanfarrones que vomitan fanfarronadas, con hombres fuertes como robles que han perdido la fe en sí mismos hablando y lloriqueando como niños. Los del pueblo se encuentran en su salsa y los de fuera están ahí como arrancados. “La vida escapa de todos los pueblos, pero de donde primero se escapa es de los pueblos sin bar”, decían esta mañana.