Que caiga una que llegue hasta los tejados, deseaban ayer en el bar los últimos de la noche. Esta mañana, los tertulianos del primer café, mirando la nevada que cubre el mundo de belleza fugaz, lo abre en canal y lo vacía de cosas, rescataron viejos recuerdos. Los padres de la criatura uncieron la yunta, apostaron el carro, cargaron a los que iban a ser los padrinos y los llevaron a la iglesia porque, al poner el pie en el suelo, no eran capaces de arrancar las botas de la nieve “a pesar de que él era aún un hombre útil para las cosas de cama”, decía su esposa. Mi padre caminó noches enteras de grandes nevadas conduciendo los animales que había comprado en la feria. Rompiendo una nevada de un metro de espesor, varios hombres del pueblo y mi padre llevaron durante doce 12 kilómetros en parihuelas a mi madre para que el médico la ayudara a traer al mundo a mi hermano que murió a los pocos días de nacer. Y divagaron sobre lo que entendían que es la nieve: Los copos de nieve son sonrisas petrificadas de ángeles y lágrimas de nuestros antepasados saturadas de silencio, y los árboles nevados son el quicio del mundo