Miraba impávido al peligro. No se arredraba ante la sed ni el hambre, y disfrutaba de calor y del frío. Cuando los que trabajaban fuera llegaban al pueblo en sus coches, él presumía de las vacas y los carros del pueblo, y de las fincas aradas a plomo por los hombres de la aldea. No había conocido más que el amor de su madre. De su padre, se murió siendo él un niño, cuando llegaba, anduvo siempre construyendo presas y horadando montes, no recibió nunca una caricia y no oyó más que palabras exigentes. Para los que venían de fuera, era un hombre semisalvaje, avezado a la libertad original e indiferente a todo lo que no fueran las cosas del pueblo. Tenía más fuerza que rabia y más paciencia que valentía por eso, dicen los viejos, nunca perdía la calma ni siquiera la serenidad. Los del pueblo lo querían y los de fuera que lo conocían, lo respetaban. Las lágrimas de su madre y cualquier suplica o gesto de un niño lo conmovían hasta derrumbarse como castillo de arena alcanzado por las olas. Era un hombre leal y bueno. De viejo buscaba las casas vecinas que rezaban el rosario para seguir haciendo lo que hacía con su madre.