En el frio de una tarde helada de enero, las ramas desnudas, letras sin idioma, de los árboles recortan los desteñidos colorines del cielo, vagos rosales. Cuando el dolor del crepúsculo, instante de nostalgia, crudo fuego, llena de matices las sombras del instante, el pensamiento se hunde en abismos fantásticos, y los lamentos del mundo llegan envueltos en la eterna canción del Eiroá, osado palpitar, como un llanto de estrellas caídas al agua, los recuerdos de historias de otro tiempo lo transforman todo en un mundo de realidades falsas, tal vez vapores de podridos sueños, alumbradas por la triste sonrisa del sol que fenece. Entonces, convencidos de que “nada hay allí donde nada vemos” e ignorando y pasando de largo frente a lo de antes y lo de después, nos encontramos con nosotros mismos husmeando detrás de otros muros como en la honda noche original.