Aguzó la oreja para escuchar a las urracas que volaban acariciando los tejados, el último quejido de los pájaros que buscaban refugio, las esquilas de aquí para allá de las vacas en el monte al otro lado del río, la canción eterna del río que vigila sus sueños y desvelos hundido en la niebla y el ladrido desentonado de perros lejanos, que había escuchado al amanecer, pero solo oyó el eco, frío y tenaz, de una voz remota y de una memoria antigua enterrados en el silencio. Cuando despertó salió a la oscuridad, hecha templo, que la lenta llegada de las líneas rojizas del alba tachonó de ojos que lo miraban desde todas partes. Caminando por senderos poco usados, se le despertaban vagos propósitos que se escabullían entre los matorrales persiguiendo a los conejos y a los raposos espantados por el ruido de sus pisadas. Al volver, dejó mirarse por las miradas que salían por las ventanas y penetrarse por los anhelos que subían deshilachados delas tazas del desayuno.