En las faldas del Cebreiro, flameante bosque, se adivina las mustias soledades del otoño. En los recónditos recovecos en donde anida la niebla se divina el dolor de los plañideros vientos invernales, sus arañazos a contracorriente dejan marcas indelebles, teñidos de la luz mate caída de aquella estrella silente que navega en el cielo hacia un lugar incierto. De vez en cuando una deshilachada ráfaga desbroza la hierba petrificada del solitario sendero y un sol tímido tirita entre los peñascos. Las salvajes heridas por las que en tiempos húmedos sangraba el bosque se han secado. De repente, el sendero se abre en un río de pálidos campos y en las alas de un ave de rapiña que vuela hacia el socavón, oscura sima, chispea la alegría eterna y vuelan las terribles horas de la llegada que nunca llega, del silencio mortal y de la huida.