En esta tarde, el mundo parece una verdad exilada lejos de todas las preocupaciones mundanas que permite pensar casi solo en los recuerdos de los caminos recorridos y de las historias contadas en el pasado, ahora dos veces historias, que la llenan de polvo viejo. La calma y una cierta altiva indiferencia permiten disfrutar del monte, de la charla en un recodo del camino, de las flores que salen a saludar la llegada de la primavera, del murmullo de las fuentes que por obra de este invierno generoso en lluvias han brotado y de la eterna canción del río para lo que disponemos de largas horas serenas y tranquilas. No nos preocupa ni altera el sosiego de nuestra incierta vida, que nadie en el mundo, excepto nosotros mismo, viva preocupado por si la nada que nos pasa sin pasar es tan real y tal ilusorio como la ilusión de la libertad porque. Sabemos que las hojas y nuestros cabellos caen y el viento sopla sin preguntarnos ni cuándo ni dónde ni cómo. Nuestra existencia es como un afluente de un río, hijo de un convencimiento antiguo, cuya única libertad es la ilusión de la libertad de acostarse en otro río.