Mientras el viajero superficial solo ve riachuelos con saltos de agua, pedazos de tierra, más o menos extensos, lleno de árboles, el viajero avezado a las cosas de la montaña, que sale al alba goteante, ve lo que está al otro lado de las cascadas que murmuran, de las plantas que exhalan suaves aromas y de los relámpagos fugaces que tiemblan aquí y allá. A pesar de conocer bien los recovecos de la montaña, sus viajes pueden durar más que el de los superficiales y hasta alguna vez acaba perdiéndose porque, quizás buscando lo olvidado, toma caminos llenos de troncos, de ramas y de piedras, poco frecuentados por la mayoría de los viajeros, y porque se sienta sobre la roca maciza para mirar el cielo con alma libre e impertinente tranquilidad. Cuando llega al bar y cuenta su viaje, una sensación de misterio llena la estancia, un tierno susurro ronda los corazones y un aire de golondrinas invisibles roza las mejillas de todos.