En esta tarde lluviosa de otoño, los castaños pelean azuzados por el viento, los erizos sonríen y dejan caer sus perlas doradas mientras los aviones con mala letra escriben en el cielo las ilusiones, espirales de humo, que al quebrarse desprenden los malos olores de las ruinas o de cera cuando chamusca los talones de los dioses. Con la caída de la hoja, aquí y allá, van emergiendo pueblecitos, como si surgieran del seno original, como tesoros que han estado ahí escondidos desde la eternidad, y los caminos asoman como si regresaran del abismo. Al atardecer, los que siguen ahí, aunque se hayan ido, nos hacen un lugar al lado del fuego del hogar que dibuja sus bocas, musita sus nombres, y nos recuerda las campanas del campanario cuando ya no tocan, como ventanas que se abren sobre el mundo. De todas partes llegan oscuros silencios. Las personas se sienten un objeto más de los objetos que las rodean.