Estos largos atardeceres de otoño en la proximidad ardiente del hogar, lejos del mundanal ruido, las comidas familiares, adobadas de olor y sabor a matanza, se prolongan en interminables charlas incendiadas con una partida de cartas, arrinconan la voluntad impetuosa de cambiar el mundo en un rincón silencioso, e inflaman el alma de una paz como carbones rojos. La voz de los más pequeños, como agua ruidosa, pone notas graciosas a cada jugada. Las horas se deslizan suavemente como el silente vuelo, sendero a la dicha, que se asoma por los ventanales de los pájaros que, cautivados por una vieja esperanza, buscan refugio para pasar la noche.