Cuando a lo lejos asomaron el cura, los tiradores del carro y la santa envueltos en una nube de polvo removido por los estandartes, las banderas y los ramos arrastrándose por el cielo de azul purísimo, los rumiantes ecos, como un borbotón de los pulmones de la serpiente multicolor, retumbaban en A Aguioncha que los devolvía como ronquidos de parturienta preñada por las tempestades, acariciaban los oídos de la multitud que, animada por los saludos entre los romeros que no habían vuelto a verse desde la última romería y por los niños que correteaban entre las calderas de pulpo y los chiringuitos, ya había asistido a la primera misa. Cuando llegó, a los niños se les escapaba el alma por los ojos como platos. Los que venían y los que la estaban esperando dieron tres vueltas al rededor del santuario. Luego misa solemne a la que asistió con inmensa devoción una multitud que no cupo en el mundo asombrado por la sombra de los robles centenarios que custodian el santuario. Después, familias y grupos de amigos compartieron mesa y mantel hasta bien entrada la tarde. Era la Romería de A Virxe da Veiga.