Las cosas, las personas seguían allí, pero nada ni nadie me decía nada. Un mundo lleno de cosas sin sentido, sin horizonte. El mundo en que vivía se había hundido, las cosas dejaron de tener sentido, nada significaba nada. Me sentía en el aire, cayendo sin caer. Iba de un vacío a otro, cogía libros, empezaba a leer y no encontraba nada; buscaba gente para hablar en el parque, en la calle, en el bar, pero no oía más que palabras inconexas, sin sentido. La oficina me roía por dentro. Vivía desasosegado, desazonado. Era un ser desarraigado. No tenía miedo de nada sino que era aquel mundo lleno de cosas sin sentido que me angustiaba. Los amigos me decían y me pedían: ábrete a los demás, recuerda tus recuerdos. Pero los buenos recuerdos me culpabilizaban de no haber acabar con todo antes de llegar vivo al infierno. Y más aún: ocúpate en algo, cambia de costumbres y de hábitos. Pero la nada no se puede cambiar y era la nada lo que tenía delante. El presente está arraigado en los deseos de futuro y el único futuro que veía era seguir escarbando la la nada para hacer más profundo el abismo. Cuando el sentido empezaba a teñir de nuevo el horizonte, la muerte se lo llevó todo por delante.