La certeza de que sus vidas ya estaban definitivamente destruidas les causaba una sorda congoja. Pensaban: con la muerte de nuestro único hijo hemos perdido el posible derecho a tener hijos y a ser felices como habíamos soñado cuando nos conocimos. Porque saben que las frases bonitas solo dicen algo a los enamorados, con el único propósito de hacer un hueco al silencio, única expresión verdadera de la dicha y de la desgracia, todos trataban de consolarlos con palabras hermosas. A pesar de todo, el terror de la muerte no estaba, la incomprensible terrible belleza del dolor humano se dibujaba en los rostros y sobrevolaba el atrio a la salida de misa aniversario. La casa se les caía encima. Sin saberlo, salían a dar un paseo, a pesar de no encontrar lugar de reposo, para encontrarse con gente que, sin decírselo, salía para encontrarlos. Les proponían cosas absurdas e ingenuas pero en ellas había tanta belleza que por momentos arrinconaba su congoja. Y así fueron rehaciendo su vida como si una brisa suave e imperceptible fuera desparramando las cenizas.