La casa de Dios

Las huertas y los montes están revestidos de una cierta sensualidad. Por los senderos, hombres y mujeres de mirada inteligente, extremidades cortas, tronco fuerte y robusto, caminan con pasitos cortos y vagarosos. Gentes buenas y sencillas, nacidas en el campo y reseteadas por la urbe hambrienta de brazos; gentes que hacen de la naturaleza la casa de Dios.  Niños jóvenes más altos, delgados y frágiles  que sus padres, con mejillas de rosa, nariz de lirio, labios de clavel y ojos azules como el agua de los lagos de la Laguna de Antela, cuello, arrogante y blanco,  rodeado de indómitos rizos (él de ellas), ¡criaturas deliciosas!,   y sobre su frente algo de tontería, con sus mochilas que no contienen nada en bandolera, van, altivos, seguros, encantadores, camino de la piscina, del futbolín, de la discoteca, pensando en lo que piensan y observando lo que observan los jóvenes en verano, ilusiones de verano. Y llega el atardecer, el cielo se oscurece, aparecen las doradas estrellas, “ojos morados de ángeles”, prometedoras de otro amanecer preñado de otros sueños.

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