Hacía unas semanas que no nos veíamos: “Los ojos del puente por cuyas bases subían esqueléticas sombras eran su casa. Su extraña figura, tosca y arrugada, del color de la cera fundida en una ermita de santo pobre, parecía tallada en un palo por mano de pastor. El hambre chillaba sorda y la muerte dibujaba una mueca descarada en su rostro. Sus dientes refulgían como una cordillera de estrellas encerradas en un sepulcro, sus ojos parecían crepúsculos trémulos y los agujeros de su nariz antros donde se fragua lo desconocido. A su lado había otro, sucio como palo de gallinero, que desapareció, engullido por la niebla, blasfemando en varias lenguas. Después de compartir con él unos bocadillos, lo despedí. Desde allí a mi casa, cada luz me parecía una campanada que difundía el sentimiento que me había producido aquel encuentro, el que despierta en un perro perdido el encuentro con su dueño”. Se quedó en silencio, tomó el último sorbo y se fue. Todavía está impresionado. ¿Qué le ha pasado a ese?, me peguntaron los demás que jugaban la partida.