Los visitantes del verano ya se han ido todos, la luminosa sonrisa del sol de septiembre se volvió grisácea, la alegre algarabía de los pájaros en las ramas de la higuera ha palidecido y las aldeas parecen abandonadas, lagos adormecidos. Sobre las casas y sobre los silentes senderos del bosque flota la profunda quietud del aire. Fueron las fresas, las frambuesas, luego las ciruelas y las peras y ahora, mientras esperamos que los erizos sonrían, todo huele a manzana y a membrillo, se oyen repicar sobre el suelo las nueces al caer, los rosales se cubren de telarañas y las rosáceas, polvorientas, nubes recubren el cielo como frescos de ángeles errantes. La primavera y el verano habían borrado los pueblos del paisaje, el otoño empieza a abrir grietas, como palabras no dichas, en el tupido follaje a través de las cuales, como coladas, como lamentos, asoman poco a poco las aldeas.