Los niños que vinieron a pasar el verano a la casa de los abuelos, unidos por el parentesco del alma, tendidos sobre una manta extendida en el césped de una huerta bajo un cielo de peras y manzanas, se pasan los teléfonos, se prometen llamadas y mensajes y recordarse unos a otros cada día que pase hasta el próximo verano. “No hay fuerza más poderosa que el amor con que amo a cada uno de estos”, piensa cada uno traduciendo a su mundo lo que dijo el cura el domingo en la misa: “No hay fuerza mayor que la fuerza de la fe”. Y se despiden pensando todos que no hay nada en el mundo que no se doblegue ante el amor que se tienen ni nada que pueda hacerlo tambalearse. El encanto de esas imágenes no está ni en su belleza ni en su movilidad sino tal vez en su deliciosa sinceridad, en su desparpajo e irreverencia aún no gastados, y en su incontrolada ternura desprovista de raíces. Solo les urge decirse lo que sienten y creen querer. Cada uno ama a los demás con toda la fuerza de su ser.