“Yendo de camino, desde lo alto, allá al fondo de la lejanía, una llanura inmensa como de plomo. Era el mar. El mar, como un ser vivo siempre en absurda agitación sin que nadie lo agite, parece un campo santo sin límites de donde nos llegan confusas voces; es como un mundo de mundos agazapados danzando bajo nuestros pies, como una ciénaga de asombros que brama un juicio infinito, como un mundo de tenebrosos sueños, de quejidos salvajes, que sobreviven a los sobrevivientes. Al mismo tiempo que se retira sin dejar huella, envuelve y arropa como envolvían y arropaban los abrazos de los abuelos. En la orilla, me siento irresistiblemente atraído por él y siento la realidad de las cosas irreales. El mar es insensible como un dios y escucha como un sordo. La vida, barco sobre el horizonte, es como las olas del mar que cambian constantemente para siempre seguir siendo las mismas”. Se calló y se fue sin despedirse. Estaba en otro mundo.