Una mañana de otoño bajo un sol como un fanal de fuego errante que ilumina el templo de todas las religiones, el viajero camina a lo largo de dos ríos que guardan en su memoria todas sus historias y su genealogía. El perezoso Limia, espaciosa calle del olvido, en este momento muerto más que dormido, silencioso y afable, de paso lento, de confusos y distantes márgenes, contrasta con el Eiroá, cálida voz, que se cuela rápido, impaciente, esquivo a veces y tierno casi siempre, y sin alas vuela, entre sus bordes, ensartados de abedules, alisos, negrillos, gallardos chopos, lleva en sus aguas todos los secretos que los aldeanos le han arrojado en sus miradas. Al llegar a Fonte da Cunca, el viajero no sabe qué parte “de las espesas sombras que componen la realidad” (de Cuenca), es sueño o es historia porque quizás parte del sueño sea historia, “camino errático”, y parte de la historia sea sueño.