En una exquisita solemnidad alejada del ruido y el ansia salvaje del tumulto, sentados a una mesa bien abastada con huevos de corral, tomates y pimientos de la huerta, un vino generoso, que alentaba sin quemar, y la boca llena de aventuras y hechos mínimos, urdimbre de la vida llenamos la mochila y lamentamos la ceguera que no deja mirar más allá de lo que se ve. Luego salimos y fuimos a dar un abrazo casi sensual, y escuchar al carballo de Padroso que salmodia la silente canción de la flauta, recita las plegarias, exhala las jaculatorias, de los peregrinos y a dejarnos mirar por las miradas de todos los peregrinos que guarda en las arrugas de su piel y centelleadas por las hojas en los rayos del sol de este día de una pureza casi irreal sublime.