Era sencilla como las margaritas de los prados, entrañable como un niño en un pesebre, humilde y discreta como una paloma. Iba con su cestito vacío colgado del brazo, y venía con él lleno de frutas que, con frecuencia, ofrecía a quien con ella se paraba a hablar. Su lengua nunca mancillo el nombre de nadie ni dio motivos para andar en la boca de nadie a no ser para elogiar su dedicación con afán incansable a los suyos y a las cosas de su casa. Era como una luz que se filtra por las rendijas de las nubes, difícil de ver, pero vista una vez no se olvidará nunca.