Cuando la helada muerde el calor de los radiadores, los pensamientos van y vienen hasta el fuego del hogar, que calienta las historias escuchadas a noche, para terminar siempre en lo mismo. Aguzó la oreja para escuchar a las urracas que volaban acariciando los tejados, el último quejido de los pájaros que buscaban refugio, las esquilas de aquí para allá de las vacas en el monte al otro lado del río, la canción eterna del Eiroá hundido en la niebla y el ladrido desentonado de perros lejanos, que había escuchado al amanecer, pero solo oyó el eco, frío y tenaz, de una voz remota y de una memoria antigua enterrado en el silencio. Salió a la oscuridad, hecha templo, que la lenta llegada de las líneas rojizas del alba tachonó de ojos que lo miraban desde todas partes. Caminando por senderos poco usados, se le despertaban vagos propósitos que se escabullían entre los matorrales persiguiendo a los conejos y a los raposos espantados por el ruido de sus pisadas al romper la helada. Al volver, dejó mirarse por las miradas que salían por las ventanas y penetrarse por los anhelos que subían deshilachados por las columnitas de humo de las chimeneas.