Las cumbres pedregosas del Cebreiro aparecen cubiertas de luengas barbas neblinosas. Desde la cima, en la lejanía se advertía otra montañita que parecía ponerse de puntillas para mirar por encima del hombro de otra montaña a otras montañas. Solo se oye, la sabiduría del viento, el incesante y misterioso bisbiseo de los árboles. Lo envuelve todo el verdor de los árboles el frescor de los regueros que nacen y mueren sin que nadie sepa dónde y corren sin que nadie los vea. El senderista se recostó a un árbol, se sentó en una piedra, dejó vagar la mente por una fresca meditación, y se paró a charlar con otros senderistas a quienes, como a él, el tiempo ha inscrito los años de servicio en su rostro sombreado por un viejo sombrero de paja, las olas de la vida, de cuando eran niños en estos mismos montes, y pautado una música callada, el silencio del olvido, en su ritmo pausado, la distancia del tiempo, y lánguido al caminar. A veces le parece que las rosas le miran suplicantes y tiemblan cuando lo ven seguir de largo. Todo tiene, a estas horas de la tarde, una inocencia conmovedora.