“Llueve mansamente y sin parar, llueve sin ganas, pero con una infinita paciencia, como toda la vida”. Llueve desde siempre. La lluvia ha borrado la línea del horizonte y se confunden el cielo y la tierra. Todo parece una descolorida inmensa masa de aire. Se diluyen los límites del cuerpo que se funde con el mundo. Solo se oye el ruido mudo de las gotas de agua sobre las hojas de la higuera, monumento en ruinas, que me mira con sus inmensos ojos vacíos. El ronquido de los coches por la lejana carretera suena desdibujado y desproporcionado. Las palabras se pierden en el mundo como las gotas de la lluvia que se deslizan por los cristales de las ventanas, como pensamientos deshilachados. Por la ventana se ve como una habitación sin muebles, vacío infinito lleno de chatarra, vulgar y ruidosa taberna, espacio y tiempo inmensos sin nombre, el mundo. “Llueve con monotonía y afición”. A lo lejos, por entre las ramas desnudas de los árboles, apare y desaparece una tenue luz que desciende de la montaña.