Esta mañana, al ver al pie del contenedor un par de zapatos, recordé lo que había leído sobre los zapatos del cuadro. En la boca del zapato está grabada la fatiga de los pasos de la faena. En la ruda y robusta pesadez de las botas está preso de manera indeleble el lento caminar por todos los caminos y a lo largo de los extendidos y monótonos surcos del campo arrasado por el tórrido calor del verano y petrificado por el viento helado del invierno. En el cuero están impresas la lluvia, la nieve, la boñiga y el barro. A las suelas gastadas y roídas está pegada la soledad del campo al caer la tarde. En el zapato tiembla la callada llamada de la tierra, su silencio regalo del trigo maduro, su enigmática renuncia de sí misme en el yermo barbecho del campo invernal. En los zapatos está todo el temor a las tormentas, el miedo a quedarse sin pan, la alegría de volver a casa de la feria después vender el ternero y con el dinero haber comprado aceite para el caldo, chocolate para las meriendas y vestidos para los niños. Y recuerdo que, entonces leyéndolo, ahora cito de memoria, pensé: estos son los zapatos del mi padre