Estamos padeciendo cierto 'hostiocentrismo' El Cuerpo de Cristo
Creo en la presencia real de Jesús en la eucaristía, en los pobres, y en los que saben amar.
Poco a poco en la enseñanza de la Iglesia, el pan consagrado fue reemplazando el lugar de la fraternidad y el rito fue desplazando la comida en común. No fue la institución sacramental la que obro esa lamentable transformación, sino la política. Una vez posicionados los ministerios como castas de poder, el rol que desempeñaban los ministros ante el pueblo fue cobrando un tinte mucho más ceremonial, estandarizado, impersonal y protocolario. La cena del Señor no fue la excepción.
Al parecer en nuestros días es tan rudimentaria la catequesis que todo en la vida de los creyentes desemboca en hacer una misa. Alguien murió, hay que hacer una misa. Alguien se casa, hay que hacer misa. No tengo trabajo, pago una misa. Tenemos un encuentro juvenil con chicos que no tienen el menor interés en pisar la iglesia, no se diga más, el encuentro no puede terminar de otra manera que no sea una misa. No importa si el muerto creía, o si los invitados de la pareja están allí por compromiso, o si los chicos aquellos no entienden nada de lo que sucede, desde que todos estén callados y sepan decir "y con tu espíritu" nosotros sacamos nuestro as bajo la manga y pare de contar.
Los más ortodoxos se escandalizan porque el cura x o el cura y ha decidido hacerle arreglos personales a la liturgia, y elevan el grito al cielo y a la congregación para la disciplina de los sacramentos. Para ellos las rúbricas, que son unos instructivos pormenorizados de todo lo que el presbítero debe hacer (cuándo alza las manos, cuándo las extiende, cuándo las cierra, y ya quisiera yo estar exagerando), son más palabra de dios que la segunda lectura. Claro, queda una extraña sensación de la mínima, escasa o nula confianza que tiene una institución en sus ministros, si debe tenerles un cuadernillo para dummies, que les dice punto por punto cómo hacer lo que más hacen: misas.
Los más espontáneos o entusiastas, esos que se permiten sus arreglos a las rúbricas, quitan una cosa aquí y ponen otra cosa allá, y de vez en cuando en la homilía pueden decir una palabra que le destempla el oído a las señoras mayores, pero luego les preparan una hora santa como dios manda, y todos felices de nuevo. Una o dos o hasta 3 horas de exposición del santísimo sacramento, música, baile, y la custodia de un lado al otro, para que brillen sus joyas ante todos los ojos presentes. Mientras en las mesas de los pobres de la parroquia se sirve lo de siempre: incertidumbre.
Hemos exagerado hasta la confusión este asunto de la hostia consagrada. Estamos padeciendo cierto 'hostiocentrismo'.Con todo el trabajo que le llevó al aristotelismo medieval organizar juiciosamente la doctrina sobre la sustancia, parece que ahora todos los ojos se maravillan con los accidentes (Abro un breve paréntesis para decir que si el lector no está familiarizado con los conceptos de sustancia y accidentes, materia y forma, esencia y existencia, puede dirigirse a leer a Aristóteles y a Santo Tomás de Aquino, cosa que no va a cambiar en mucho el que Jesús haya decidido darse a comer, pero que si le ayudará a comprender la doctrina católica sobre la hostia sagrada; cierro el no tan breve paréntesis). Y lo más complejo de todo, es que el carácter fraterno, solidario y revolucionario de la fracción del pan, parece estar escondido, tal vez a propósito, de la vida de los creyentes.
El pan consagrado, sacramento del amor, no puede serlo de no ser consumido. No fue hecho para exhibirlo en una vergonzosa vitrina con metales y piedras preciosas que Jesús se hubiese rehusado a recibir, o que habría vendido junto a todo lo que tenía para dárselo a los pobres. Sí, es un tema trillado este de los objetos sagrados, pero es que en el cristianismo no tendría por qué haberlos. El Pan fue hecho para comerlo, y se consagra para ser comido, para que la comunión sacramental sea una realidad cotidiana. Nos juntamos alrededor de la misma mesa para comer el mismo pan, y así salir de allí a ser un solo corazón capaz de vencer el sufrimiento y el egoísmo. Sin consumirlo, sin digerirlo, sin que sea alimento no puede ser salvífico.
Pero ha sido tal el fetichismo que hemos creado alrededor de la hostia consagrada, que ya el sacramento pasó a un segundo plano. Aunque participamos de una experiencia cuyo origen podríamos rastrear hasta el mismo Jesús de la historia, ha sido ya tan deformada por eruditos y por fanáticos, que, como bien ha dicho Cortés, "nadie que pase frente a uno de nuestros templos durante una misa creería que allí se está celebrando una comida de amigos". Y aquella comunión sublime que lanzaba a los hermanos a desprenderse de lo suyo para asegurar lo de todos, a perdonarse todo cuanto necesitaran perdonarse, a ponerse de últimos y lavar los pies de los hermanos, cuando aquello no era un rito escenificado sino un servicio de humildad útil y necesario para poder juntarse a comer; ha quedado convertido en una exhibición casi que mágica, que nos lanza a todos la mirada hacia un mismo resplandor obnubilante, y termina por distraernos de encontrar a Jesús en nosotros mismos y en los hermanos.
Toda clase de imaginarios fantásticos y de relatos asombrosos se tejen alrededor de la Misa, de la Hora Santa, del Santísimo, pero poco se sacramenta a los hermanos. Ni siquiera a los hermanos presbíteros, sin los cuales, así como están las cosas, no es posible celebrar el sacramento. La Fracción del Pan, que juntaba a los primeros cristianos para acercarlos entre ellos, hoy aglutina gente, pero no siempre o casi nunca genera fraternidad real. ¿Cómo lo sabemos? porque si pasas una tarde con gente de Iglesia, incluido el que escribe, no hay quien te hable bien del cura x o el cura y, de tal músico o de aquel catequista, del predicador o del Papa. Y si levantas la voz para recordarnos a todos que aún hay pobres entre nosotros, te pedirán que pases más tiempo en el santísimo para que se te quite la soberbia.
Pero el sacramento es y seguirá siendo impresionante. Jesús se da como alimento. Pedimos el pan de cada día y dios se hace pan. No hace falta convertir al pan en dios, basta con dejarnos alimentar, porque por momentos el mundo sigue siendo hostil y resistir a la agresividad es tarea de fuertes. Porque poner la otra mejilla no es cosa de pusilánimes, sino de gente muy libre, y el pan eucarístico es comida de migrantes, es el ázimo de los que huyen de la esclavitud. Porque perdonar algunas cosas es un acto de revolución, contra nosotros mismos y nuestra institución tan acusadora, pues no estamos aquí para señalar miserias, sino para ser portadores de la misericordia, y se necesita haber comido mucha misericordia para poder portarla.
Por eso el sacramento es mucho más que el rito, más que el tiempo que se pasa en la liturgia. El sacramento es la vida volcada a esos otros escenarios en los que está la presencia real de Cristo: los pobres, los marginados, los excluidos, los que sufren. Quien no busca y no encuentra allí al resucitado puede comulgar 3 veces al día y seguirá sin comunión real con el cuerpo de Jesús. Porque el sacramento no es un requisito personal, mandado por la madre iglesia, sino la fuerza del espíritu que nos lanza a vivir como el Maestro y a ser para los otros lo que Él quiere ser para ellos. Y quien se haya acercado a contemplar a Jesús en su palabra, sabe que su lugar predilecto son los marginados por la sociedad, por el poder y por la religión. Una iglesia que no es hermana de los pobres, no puede creerse depositaria de la presencia de Cristo, pues ellos son su cuerpo también.
Así que los que aman viven ya en comunión. Y claro, que se acerquen, que celebren, que hagan la fila y extiendan las manos para recibir el pan bendito, porque el Jesús hecho pan no es distinto del Jesús hecho cariño y apoyo incondicional. El buen vino de la alianza es real en los corazones de los que se entregan por el bienestar de otros, los que vencen sus fracasos para rehacer su historia con orgullo y sin ocultarse, los que sonríen ante la poca humanidad de los discriminadores de oficio y saben acogerlos en sus oraciones. El Sacramento no es un premio por tener determinados comportamientos durante la semana. Jesús no hizo pruebas de meritocracia a la hora de ser amigo de sus amigos. Más bien es una medicina para nuestras pequeñas y grandes enfermedades, esas que nos roban plenitud, que nos agrietan el alma y nos devuelven a egoísmos que ya debíamos haber superado. Es una cura para nuestro afán por ser lo que no somos. Pues el eterno se deja triturar en nuestra boca, y se dona, como prueba de que siempre nos habita. Siempre, no solo al comulgar.
La revolución de la fraternidad misericordiosa es lo único que puede rescatar de la soledad a los hombres y mujeres de este mundo. Una revolución que no vendrá de leyendas inverosímiles sobre los vasos sagrados, sino de seres humanos creíbles, custodias de carne y hueso, que saben encontrar en la piel de sus hermanos ese cuerpo de Cristo que sigue estando con nosotros todos los días, hasta el fin.