Partir el Pan
Con el paso de los siglos la cena de la pascua mantuvo algunos elementos de aquella primera idea, y lo que debió ser una fiesta de pastores por la llegada de la primavera, terminó siendo una fiesta de creyentes con la que se afirma una y otra vez que no hay otro dios distinto a aquel que libera a los hombres de su esclavitud y su miseria, ni otra manera de ser su pueblo que no sea conquistando cada día aquella libertad y haciéndola posible para los más pequeños y vulnerables.
En ese espíritu y con esa conciencia celebra Jesús la cena de la pascua con sus amigos en aquellos últimos días. El pan que parte es provisión para el camino, es pan que no debe dañarse pronto, es impulso para la salida del Egipto en el que viven los discípulos. Al terminar la cena, el destino, como en aquella primera huida, fue incierto, y una vez más, Yahweh el dios de sus padres hizo posible la confianza y el amanecer en su promesa, que esta vez no era tierra, sino una vida distinta.
Viendo así las cosas, la celebración actual de la pascua, nuestra eucaristía, debe ser una fiesta de celebración de una libertad que no tenemos del todo pero que nos encontramos conquistando, y también una presentación de todos aquellos hermanos pequeños y vulnerables que permanecen en algún Egipto y a los que les queremos hacer llegar el pan partido que les de ánimo, valentía y coraje para huir. Y ese pan somos nosotros mismos. Algo falla si por el contrario hemos tomado las formas consagradas para guardarlas en cajas de seguridad, exhibirlas en sagradas vitrinas y reunirnos a su alrededor para cantar que “echó a la mar los carros del Faraón” para terminar y volver cada uno a su casa a ser faraón en su propia tierra, indiferentes con el sudor y la sangre de los pobres, e incluso hasta valiéndonos de ello. Pan Fetiche.
Esperaríamos que la celebración del acontecimiento pascual, nuestra misa, fuera la cena de ir tomando fuerza porque no es sencillo fugarse de las grandes y pequeñas cautividades de nuestro tiempo, porque seguimos día a día pensando demasiado en qué tanto nos quieren los demás y haciendo las más variadas piruetas para agradarles, sin importar que tanto nos desdibujen y nos hagan traicionarnos. Porque nos sacudimos la soledad con egoísmo –vaya solución – y terminamos usando a quienes quisiéramos poder amar, y lo hacemos en la vida de familia, en la pareja, en las comunidades, en la Iglesia, luego vamos al templo y hacemos la fila y comemos el pan en el que se nos entrega uno que no vino a que le sirvieran, sino a servir. Sin embargo tratamos a ese pan como en Inglaterra tratan a la Reina y a los hermanos como la Reina trata a sus más invisibles súbditos.
¿Cómo pasamos de una comida para emprender la huida y conquistar la libertad a un rito leído y recitado en el que la espontaneidad es mirada con sospecha y como un “exceso en la celebración”? ¿Cómo convertimos una cena con amigos en un amontonamiento impersonal en el que en tantos y tantos lugares nadie sabe – ni le interesa – quién es el que está a su lado, sino únicamente responder más fuerte para probar lo recio de su religiosidad? Sencillo: mientras dios se hizo pan, nosotros hicimos al pan dios. Él se hizo pan partido para la libertad de los esclavos y nosotros le pusimos un trono para arrodillarnos y dejar las cosas fuera del sagrario como están.
Muchas personas, sin embargo, a lo largo y ancho de la iglesia, con frecuencia tímidamente y desde un bajo perfil, han logrado en sus comunidades ir recuperando lo fundamental de la pascua, y sus celebraciones les involucran, les retan, les despiertan a recordar que todavía esta no es del todo una tierra prometida, y que mientras que no volvamos la mano a los hambrientos, sedientos, forasteros, desnudos, enfermos o prisioneros, no tenemos nada que celebrar, ni tenemos con qué hacerlo, pues en el ofertorio se pone sobre el altar mucho más que un pan - tan distinto al que se come en casa - y un vino, se pone la vida, el propio cuerpo, la propia sangre, la propia determinación a ser cómplices del dios obsesionado con liberar oprimidos. Sin eso, ¿Qué se comparte en la mesa? Todos aquellos tendrían pronto que compartir sus prácticas, sus hallazgos, porque en sus manos está el futuro despertar de este letargo que se nos ha vuelto una religión ritual, en el que hay todavía quienes realmente piensan que se puede ir a misa y pedir el cierre de las fronteras. En el que todavía hay quien repite “por mi culpa, por mi culpa” y pasa todo el día echando culpas a los viejos enemigos. En esas comunidades valientes y parroquias atrevidas está la llave para abrir la puerta por la que podremos huir de este Egipto nuestro.
Pan partido. Pan que se come, que se hace bebida, refugio, abrigo, medicina y libertad. Pan que prepara para que el Getsemaní de las lágrimas sea efímero y la Galilea del reencuentro sea eterna. Pan que se parte para que todos seamos uno solo y nos encontremos escapando de la muerte sin fijarnos en el error del que cada uno quiere salir, sino en la patria a la que todos queremos llegar. Pan que se puede guardar, que se puede comer mañana, pan que perdura, porque mañana algo puede doler, algo puede salir mal, y Yahweh quiere estar presente para darnos fuerza, lo que implica que a los hermanos hay que amarlos con un amor que dure, que no tenga fecha de vencimiento. Pan que se puede repartir a todos –así se nos diga que sólo a muchos – sin ponerles condiciones y sin pedirles que lo merezcan, porque dios no libera a quien se lo merece, sino a quien sufre.