Más allá de los 10
La obsesión por centrarlo todo en los mandamientos es tan antigua como la manía de quebrantarlos. De múltiples maneras los seres humanos hemos encontrado formas de cargar a los otros con las normas que nosotros no somos capaces de cumplir. Basta con ver a alguien que dispone de un ligero margen de autoridad para ver cómo se permite encontrar todas las excusas y justificaciones posibles para descubrir atajos a la ley, como múltiples casos en los que es lícito exigir de los otros su minucioso cumplimiento. Gran avance fue el talión, que en todo caso le instalaba límites a la venganza, y sin embargo había que ir más allá. Enorme paso fueron también los mandamientos, múltiples maneras encontraron los maestros de la ley para quebrantar su intención original, y muchas más para obligar a la gente sencilla a toda clase de procedimientos para ser aprobados como piadosos al pie de la letra, y sin embargo para Jesús no eran suficientes, había que ir más allá.
El auténtico cristianismo siempre ha ido más allá, siempre ha evitado todas las formas posibles de convertir la ley en excusa para evadir el amor al prójimo, como parecen hacer hoy en día todos esos que encuentran un enorme edificio de argumentaciones tomistas para hacerle grietas al quinto mandamiento y justifican la inadmisible pena de muerte, siendo esos los mismos que con morbosa minucia quieren supervisar la intimidad de las personas para verificar su absoluto cumplimiento de su interpretación particular del sexto mandamiento, como si en ambos casos, en todos los demás casos, no se nos hubiera invitado a ir más allá, a superar la lógica jurídica de la religión y entrar en la lógica misericordiosa de la nueva alianza con el Padre de todos, que no niega a una sola vida la oportunidad de transformarse y que no deja de invitar cada día a sus hijos a trascender más allá de su horizonte, tantas veces centrado en caprichos sin importancia. Él nos cree. Su confianza en nosotros es el fundamento de nuestra fe. Su insistencia en nuestra capacidad es la gracia a la que respondemos al creerle.
¡Claro que hay que cristianizar más el catecismo! ¡Por supuesto que hay que aclarar los asuntos que en él como en otras partes del magisterio aparecen hoy como lejanos cuando no contrarios a la esencia de la buena noticia! Y no por un afán iconoclasta de hacer a un lado las tradiciones, sino por reconocer que la única tradición válida para ser fundamento de nuestra Iglesia y de nuestra enseñanza, es esa que a lo largo de la historia de esta comunidad cristiana ha sido capaz de ir más allá de lo cultual, de lo legal, de los catálogos morales, para anunciar al dios que no renuncia a su pretensión de llevarnos a la plenitud y que no se conforma con vernos portarnos bien, sino que nos quiere desplegando toda nuestra capacidad de querer, de encontrarnos, de rescatar, de acoger, de conmovernos, de convertir el barro en vida y el agua en vino. Esa tradición que no siempre ha quedado consignada en documentos pero que ha sostenido a lo largo de los siglos el caminar de los discípulos de Jesús.
No hay que citar toda la teología escolástica para saber que la propuesta del amor a los enemigos supera en todos los aspectos posibles al mandamiento de No Matar. El Cristianismo es mucho más que un cuero nuevo, es vino nuevo en cueros nuevos.