El arzobispo de Urgel entrega el testigo a un coadjutor llegado de Secretaría de Estado Vives, el copríncipe que hubiese encandilado a Maquiavelo
Vives, que cumple los 75 años el próximo 24 de julio, deja una estela singular en medio del Episcopado español. Desde muy pronto, ha estado en todas las batallas. En las de la Iglesia en Cataluña, donde estuvo casi un cuarto de siglo empujando empujando como secretario general y portavoz en lo que en un principio se veía como una Conferencia Episcopal paralela
Pero también en las de la calle Añastro, donde, con su capacidad para las relaciones sociales y captar enseguida las potencialidades de sus pares, se convirtió en destacado (y sigiloso) muñidor de candidatos para tal o cual menester episcopal. Sólo había un obispo que podía hacerle la competencia, pero no era así porque estaban en el mismo lado: el desaparecido Juan del Río
A pesar de la pertinaz sequía que hace ahora un año acechaba a todas las diócesis de Cataluña, reverdecieron en aquellos meses en la diócesis de Urgel las acusaciones contra su arzobispo, Joan-Enric Vives, también copríncipe de Andorra, distinción que comparte con el presidente de Francia, Emmanuel Macron, y que hace que, en algunas ocasiones, se le pueda ver mezclado con las grandes familias reales europeas, como sucedió en el pasado funeral de la Reina Isabel de Inglaterra.
Las críticas -ninguna nueva, desde su militancia nacionalista a acusaciones en sus tiempos de formador y rector en el Seminario de Barcelona, que nunca llegaron a formalizarse- florecieron coincidiendo con la visita que en septiembre efectuó el secretario de Estado, Pietro Parolin, a Andorra con motivo del 150 aniversario de la proclamación de la Virgen de Meritxell como patrona nacional.
Pero Parolin estaba al tanto de las críticas del clero y laicado ultramontano catalán, que haberlo haylo, y no sólo pasó por alto el ambiente un tanto enrarecido que se había creado, sino que confirmó, contra lo que algunos difundían, que no venía a llamar a capítulo al otrora secretario general de la Tarraconense ni a comunicarle que se habían acabado los tiempos del coprincipado con un eclesiástico en nómina, fórmula que no acaba de convencer al Papa, aunque Francisco sea perfectamente consciente del peso de la historia y que los acuerdos están para cumplirse, y a ver quién se salta el que el Tarcisio Bertone, secretario de Estado de otro papa, Benedicto XVI, firmó en 2008 con el copríncipe francés entre la Santa Sede y el pequeño país de los Pirineos.
No, Parolin no venía a decirle a Vives -con quien habla, lo mismo que Omella lo hace con el Papa, como se ha visto en el nombramiento del coadjutor de Urgel, Josep-Lluís Serrano Pentinat, que estaba en la Secretaría de Estado- que, como deseaban algunos, Francisco tuviese planeado modificar el status quo de la Iglesia en Andorra. Más allá de la apariencia formal, hay clara conciencia de que lo que desde el siglo XIII viene desempeñando el obispo de Urgel es un servicio pastoral.
Parolin, que se paseó con Vives por las calles del pequeño país como si se tratase de un auténtico jefe de Estado, y como tal fue tratado por unas autoridades que se rindieron a su sencillez y simpatía con todos, dejó sin embargo, otros mensajes en dirección opuesta, como por ejemplo, que la política actual de Francisco es retrasar al menos un par de años la jubilación de los obispos, así que, quienes hacían cuentas esperando por una salida deshonrosa para Vives podían esperar.
El copríncipe y el aborto
Lo mismo que pueden esperar los andorranos que en los últimos tiempos reclaman una legislación sobre el aborto, que, aunque no se plantee así, es impensable no tanto porque no le guste al otro copríncipe, Emmanuel Macron, que acaba de garantizar en la Constitución gala ese derecho, sino porque Vives, en cuanto copríncipe, es un muro de contención. Y en el Vaticano se sabe esto, por supuesto.
Vives, que cumple los 75 años el próximo 24 de julio, deja una estela singular en medio del Episcopado español. Desde muy pronto, ha estado en todas las batallas. En las de la Iglesia en Cataluña, donde estuvo casi un cuarto de siglo empujando empujando como secretario general y portavoz en lo que en un principio se veía como una Conferencia Episcopal paralela.
Pero también en las de la calle Añastro, donde, con su capacidad para las relaciones sociales y captar enseguida las potencialidades de sus pares, se convirtió en destacado (y sigiloso) muñidor de candidatos para tal o cual menester episcopal. Sólo había un obispo que podía hacerle la competencia, pero no era así porque estaban en el mismo lado: el desaparecido Juan del Río, un arzobispo castrense con entrada directa en el Palacio Real.
Su indisimulado nacionalismo, por fuerza reivindicativo desde las raíces, no es, sin embargo, excluyente. Tamizado por los aires europeístas, se sintió incómodo con la deriva del procés, que precisamente tenía poco de europeo y sí un punto provinciano.
Se ofreció a hablar y a mediar, visitó a los presos y trató de insuflarles, junto con ánimo, sentido común. Favorable a la amnistía, no se dejó inflamar por los curas indepes que ondeaban esteladas en los campanarios y resultó -junto con Omella- decisivo para cortocircuitear el malestar por esa cuestión en la Conferencia Episcopal Española.
Fueron los tiempos en donde el Episcopado español mostró, desde la meseta, un verdadero seny, muy alejado del griterío de décadas pasadas, donde se puso palio a unidad como bien moral. Ahora, Vives rinde un último servicio. Un pupilaje en donde no faltarán elecciones que Maquiavelo habría firmado.
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