Sobre la Biblia hebrea. Del antiguo Oriente al Occidente moderno (II).
Un libro de Julio Trebolle (20-06-2019; 1071)
Escribo hoy por segunda vez un breve comentario al interesante, último libro de Julio Trebolle, catedrático emérito de Lengua y literatura hebreas de la Universidad Complutense de Madrid. Me parece que el autor despierta muy bien el interés del lector en su Introducción (pp. 13-20). He aquí las ideas que me interesa señalar:
Al leer el investigador los manuscritos del Mar Muerto, o textos de Qumrán, y al compararlos con la Biblia hebrea que leemos usualmente se encuentra a menudo con sorprendentes variaciones, añadidos u omisiones respecto a ese texto “normal”. El autor pone el ejemplo de 4Q49-1 (explico: el primer número es el de la cueva en el que se encontró el manuscritos en cuestión; la /Q/ que sigue significa “Qumrán”; luego viene el número del manuscrito hallado en esa cueva y que ha sido designado así por el conjunto de los investigadores, es decir, la comisión que dirige la edición de los textos (que por cierto están todos prácticamente publicados y son accesibles incluso en su lengua original por medio de fotos digitales).
El manuscrito nombrado omite en Jueces 6,5-11 una pieza literaria completa, el texto de un profeta anónimo, que sí se halla en los textos medievales:
«Así habla Yahvé, Dios de Israel: Yo os hice subir de Egipto, y os saqué de la casa de servidumbre. 9 Os libré de la mano de los egipcios y de todos los que os oprimían. Los arrojé de delante de vosotros, os di su tierra, 10 y os dije: “Yo soy Yahvé, vuestro Dios. No veneréis a los dioses de los amorreos, en cuya tierra habitáis”. Pero no habéis escuchado mi voz.»
Este hecho es muy importante. Debe suponerse en consecuencia que en tiempos cercanos a los de Jesús el texto de los libros bíblicos no era aún fijo. Podían circular en dos o más ediciones. Se supone también que, unos doscientos años más tarde del Nazareno, cuando los rabinos establecieron el canon o lista de libros sagrados, el texto que ellos declaran “Palabra de Dios” no era el mismo que el texto que un judío en tiempos de Jesús hubiera dicho que era esa misma “palabra de Dios”. Por tanto cualquier pretensión de creer que la Biblia hebrea actual fue inspirada por Dios al autor sagrado palabra por palabra es imposible de mantener. Además, la decisión de qué es palabra de Dios dependió de un grupo de rabinos dirigentes del Israel diezmado después de las guerras contra Roma, y del que no debemos creer que estuviera especialmente dirigido por la divinidad. La lista de libros sagrados es una decisión humana basada en tradiciones, a veces erróneas. Por ejemplo, el libro de Daniel, que entró en el cano bíblico porque se creyó que su autor había vivido en tiempos de Nabucodonosor.
Y puntualiza Trebolle al respecto: “A partir del siglo I d. C., tras la destrucción de Jerusalén, quedó fijado un único texto hebreo, transmitido luego en la tradición masorética (“masorah” en hebreo significa “tradición”). Los masoretas eran escribas expertos en la Biblia hebrea. En torno al siglo VII d. C., fijaron el texto que circulaba entonces y que creían auténtico, y le añadieron las vocales y ciertos acentos como ayuda a la lectura; hasta el momento el texto se había transmitido –como era usual– solo con las consonantes de cada palabra y dos vocales: la “yod” que valía grosso modo para los sonidos /i/ y /e/, y la wau que designaba apropiadamente los sonidos (o fonemas vocálicos) /a/ /o/.
Así que esos expertos “masoretas” en un tiempo tan cercano al nuestro como el siglo VII d. C., muchos siglos después de que se escribieran los textos, determinaron cuál era la palabra de Dios. En otras ocasiones he señalo, y ahora lo repito, que hasta que no aparezca una nueva Biblia hebrea que incorpore los hallazgos de Qumrán, y otras fuentes, como el Pentateuco samaritano y los LXX, seguiremos rigiéndonos por un manuscritos del siglo XI de nuestra era, el denominadoB19 de Leningrado, mejorado por algunas lecturas de un códice anterior, pero solo de un siglo, del X, de la ciudad de Alepo.
Añade nuestro autor que “los libros de la Biblia no son obras de autor, como eran los clásicos grecolatinos. Son obras transmitidas por tradición, que alcanzaron forma escrita tras años, o incluso siglos de rodaje a manos de redactores e y escribas” (p. 15). De nuevo, esta idea es una suerte de mazazo a la teoría del “dictado letra por letra” de la Biblia hebrea a cargo de Dios mismo. Naturalmente, salvo que se piense en un cuidadoso trabajo de la Providencia divina que había ido vigilando a los escribas humanos hasta que estos dieran con el texto definitivo de una “Biblia” que Dios había decidido que sería así desde todos los siglos.
Los textos de la Biblia hebrea son, pues, la refundición de tradiciones muy antiguas y la yuxtaposición de textos de muy diferente carácter. Trebolle precisa también algo que no es tenido en cuenta por el lector corriente de la Biblia hebrea hoy: “Todas las traducciones, especialmente las modernas, dan la impresión de que el texto bíblico no ofrece tropiezo alguno que impida la lectura fluida. En realidad obvian las dificultades –e incuso los errores, o erratas– del texto hebreo…, que existen y son a veces muchísimas… como, por ejemplo, en el texto del libro de Job.
Por tanto, una buena edición de la Biblia hebrea y los Comentarios escritos por estudiosos al texto de ella deben llamar la atención , casi palabra por palabra, a las numerosas variantes textuales de muy diverso tipo, a las dificultades morfológicas o sintácticas de la interpretación del pasaje que se comenta, a las continuas glosas que los escribas han ido añadiendo y que son perceptibles por medio de un análisis cuidadoso, y los casos en los que los textos han sido arreglados para armonizarlos con otros pasajes de la Biblia…, es decir, que no son los originales, sino que han sido “acomodados”.
Por eso este libro de Trebolle que estoy comentando se denomina “Texturas bíblicas del antiguo Oriente que llegan a Occidente”. Dice el autor: los textos bíblicos constituyen verdaderos tejidos de palabras y frases; son un mosaico de tejidos diferentes cosidos a veces por los bordes”. Y termina así la Introducción: “Los capítulos que siguen tratan de reconocer algunos de los elementos, procedentes de las literaturas del antiguo Oriente, que pasaron a integrar el entramado de formas y contenidos de los textos bíblicos, así como los numerosos bramantes que parten de los relatos bíblicos y acaban trenzados en formas muy diversas en estas obras que son señeras en la literatura occidental” (p. 21).
Esta relativización del valor absoluto del texto bíblico me parece una excelente pedagogía de la comprensión. No caben los fanatismos en la interpretación de la Biblia.
Saludos cordiales de Antonio Piñero
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