El Diablo en tierras de los griegos (I)

Breve historia del Diablo y sus diablos (3ª entrega)

Escribe Antonio Piñero

Esta es la tercera entrega de una miniserie sobre el Diablo y los diablos

La religiosidad griega, por su parte, creía en demonios desde tiempos inmemoriales, tanto que es la lengua helénica la inventora de la palabra: demon y daimonion. Desde tiempos del poeta Homero (s. VIII a.C.) se designaba con estos vocablos los poderes superiores al hombre o las fuerzas divinas hacia el exterior.

En un principio se percibía muy poco la diferencia: en general todo poder superior entre las divinidades del panteón olímpico y el ser humano era un "demon". Estas entidades eran en sí mismas neutros; podían ser buenos o perversos; guiar correctamente al hombre conforme a la razón –el demon que creía tener Sócrates en su interior, y que le indicaba lo que debía hacer– o conducirlo a la perdición, acarrearle desgracias o enfermedades. Esta dualidad representa, como ocurre en otras religiones, la ambivalencia con la que los humanos se imaginan a los dioses.

Así Hefesto –Vulcano para los romanos–, por ejemplo, poseía una naturaleza terrorífica: si por un lado era el dios de la industria y del saber metalúrgico, por otro significaba la indomeñable fuerza destructora de los volcanes y el misterioso y aterrorizante poder asociado con antros, cavernas y montañas. Afrodita, la sensual diosa del amor, era en ocasiones la causante de la locura más salvaje, perniciosa y desgraciada.

El origen de otras fuerzas maléficas se halla también en una cosmogonía relativamente parecida a la mesopotámica y quizás influida por ésta. Resumo brevemente esta historia. En un principio Caos engendra a Urano –el Cielo– y a Gaia/Gea –la Tierra–. Durante tiempos y tiempos ambos yacen en un abrazo perpetuo. Tienen descendencia naturalmente, pero de modo que ésta se siente comprimida y abrumada, sin ámbito vital, continuamente dentro del seno de la madre Tierra, cubierta sexualmente sin descanso por el Cielo.

Gaia decide liberarse y liberar a sus hijos de esa continua opresión: forma una hoz y se la entrega a uno de sus hijos, Crono –el Tiempo–, quien ataca a su padre y lo castra. Gracias a esta acción termina ese continuo abrazo sexual entre Urano y Tierra, y ambos pueden separarse. Con ello comienza la vida del universo. Caos, una vez cumplido su cometido primordial, se retira de la escena a un apartamiento solitario y casi perpetuo. De la sangre de los genitales de Urano nacen doce seres monstruosos, los Titanes, seres divinos pero inferiores, que albergan desde su nacimiento un odio profundo hacia el resto de los dioses.

Crono se une a una de sus hermanas, Rea –la diosa de todo lo que fluye– y engendra de ella a una serie de hijos: éstos son, como en Mesopotamia, las divinidades jóvenes, los Olímpicos, destinados a suceder a los antiguos dioses primordiales. Pero así como Urano, con su continua actividad sexual, no dejaba escapar a sus hijos del seno de Gaia, Crono, el Tiempo que todo lo consume, va devorando uno a uno a sus propios hijos.

Rea, siente una enorme pena y urde una estratagema para salvar a su predilecto, Zeus, que iba también a ser devorado. En vez del tierno dios, Crono ingiere una roca engañado por su esposa. Zeus crece escondido. Sale luego de su escondrijo y mata a su padre, es decir, la divinidad nueva desplaza a la vieja por la sensación de que el caos sigue perdurando y hay que poner orden en él. Este asesinato enfurece a los Titanes, hermanos de Crono, que se aprestan a vengarlo luchando contra Zeus. Pero son vencidos y encadenados por éste en el mundo subterráneo. Desde allí, envidiosos, malhumorados y amargados por su derrota, procuran enviar al cosmos todo el mal que pueden, por lo que pronto se van identificando con el Mal en sí.

Otro monstruo, Tifón, interviene también en la lucha como aliado de los Titanes. Fue creado por Gaia, consorte de Urano, unida al  Tártaro para vengarse de Zeus por la derrota de sus otros hijos, los Titanes. Tifón vive bajo tierra y su cuerpo –de caderas abajo– está formado por dos terribles serpientes, a la vez que de sus hombros nacen multitud de otros reptiles espantosos. Tifón se aparea con Échidna y tiene con ella otros innumerables monstruos maléficos, entre ellos la Hidra y el can Cerbero, guardián de las puertas del Hades, el Infierno. También como ocurre a menudo, tras un comienzo exitoso, es al final vencido por la divinidad joven, Zeus, destinada a poner orden en el caos.

Así pues, junto con dioses buenos y por una cierta necesidad del Caos primordial surgen divinidades malas, que con el tiempo acabarán convirtiéndose en demonios. Todo ocurre como si el universo de dioses y hombres hubiera de estar compuesto por necesidad de una parte buena y otra mala, como si el Bien y el Mal no pudieran existir el uno sin el otro.

La mitología griega contaba con otra serie de dioses malvados, divinidades inferiores, que se encuadran perfectamente dentro de la categoría de demonios perniciosos descendientes de algún modo de Tifón. Entre ellos destacan:

  • Las Ceres, espíritus casi siempre malhumorados, con terribles garras y horrible faz, cuya boca estaba siempre ávida de la sangre de los muertos;

  • Lamias, parecida a la Lilitu mesopotámica, que procuraba la muerte nocturna de los más tiernos infantes;

  • Las Harpías, horrísonas mujeres aladas, demonios de los vientos, que arrebatan a los mortales;

  • Las tres Gorgonas (la más terrible era Medusa), demonios del mar y de los naufragios;

  • La Hidra, monstruo acuático enorme serpiente con múltiples cabezas, que guarda las puertas del Tártaro o inframundo; · las Erinias, espíritus que vengaban a los injustamente asesinados persiguiendo a los criminales.

Aparte de los mitos cosmogónicos y dentro del mundo religioso en amplio sentido de los griegos, hallamos dos líneas de pensamiento que influyeron a lo largo de los siglos anteriores a la era cristiana en el desarrollo de las concepciones sobre los demonios: el orfismo y el platonismo popularizado.

De ellos hablaremos el próximo día.

Saludos cordiales, Antonio Piñero

www.antoniopinero.com

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