Del Jesús pseudohistórico a la pseudofilosofía. Falacias y disparates de Javier Gomá (III)

Hoy escribe Fernando Bermejo

La semana pasada pudimos comprobar que en las numerosas páginas presuntamente dedicadas por Javier Gomá a la figura histórica de Jesús el rigor y el discernimiento crítico brillan por su ausencia, debido a lo cual cualquiera que haya entendido algo de en qué consiste la investigación podrá concluir con seguridad que ese Jesús fantástico no merece crédito alguno. No habría necesidad de añadir una sola palabra más al respecto si no fuera porque una de las muchas afirmaciones insostenibles de Necesario pero imposible sobre Jesús resulta relevante para el asunto de otro aspecto del libro que hoy trataremos.

En efecto, según Gomá afirma en varios pasajes, Jesús fue alguien

“que parecía no haber tenido conciencia de sí mismo ni de su identidad […] y que, según enseña la exégesis, no se adjudicó título ninguno”

“De la personalidad del profeta de Galilea un rasgo llama la atención por encima de los demás: su escasa autoconciencia […] No parece preocupado por quién es él, no les revela a sus discípulos su identidad […] En el caso de Jesús, se diría que su propia persona no cuenta en sus cálculos […] actúa con una liberalidad respecto de su propio yo que le eleva hacia una ejemplaridad de otro orden”

La idea queda, espero, suficientemente clara. Fijémonos en que, según Gomá, la “escasa autoconciencia” de Jesús no es un rasgo cualquiera del personaje, sino el que “llama la atención por encima de los demás”. Es una lástima que, una vez más, las afirmaciones de nuestro autor –que de nuevo da gato por liebre a sus lectores, obsequiándoles con un Jesús fantástico que intenta hacer pasar por histórico– resulten demostrablemente falsas.

(Entre paréntesis: Gomá no es un ejemplo de consistencia, pues en otros lugares afirma que un dicho de Jesús sobre el sábado indica “la autoatribución de una autoridad y una libertad soberanas para relativizar toda convención humana –leyes, costumbres inmemoriales, instituciones religiosas, doctrinas sagradas…”. Dejando aparte que esto es un cliché exegético hiperbólico y trasnochado cuya falsedad ha sido mostrada, en realidad que Gomá no resulte consistente ya no llama la atención, pues a estas alturas ya sabemos que cuando habla del “Jesús histórico” este autor simplemente no sabe de qué está hablando).

Una cosa es, en efecto, incurrir en las fantasías de los padres de la Iglesia, que en sus ardientes cruzadas contra los arrianos convirtieron al Jesús de los evangelios en un paladín de la cristología nicena –y también en los disparates de muchos exegetas y teólogos modernos ansiosos por proclamar la continuidad entre la autocomprensión de Jesús y la interpretación cristológica eclesiástica– y otra muy distinta negar lo que, de modo abrumador, se deriva de gran cantidad de textos de los evangelios en los que se transparenta una alta autoconciencia. No necesito desperdiciar mi tiempo repitiendo lo que otros han hecho mucho mejor de lo que yo podría hacer aquí, de modo que baste un ejemplo. En su capítulo de 84 páginas titulado “More than a Prophet. The Christology of Jesus” (de su libro de 2010 Constructing Jesus), el con razón respetado exegeta protestante Dale Allison ha enumerado 26 pasajes extraídos solamente de los Sinópticos y que incluyen apotegmas, dichos proféticos y parábolas, derivados de Mc, la llamada fuente Q, así como del material especial de Mt y Lc, todos los cuales muestran una alta autoconciencia en Jesús.

Por supuesto, uno puede cuestionar la historicidad de tal o cual pasaje de esa lista. Pero que existe un núcleo histórico en esos textos puede derivarse –además de de otros criterios que aquí no analizaré– del criterio de los llamados “patrones de recurrencia”, cuyos antecedentes fueron expuestos por Friedrich Loofs en 1913 (el cual, dicho sea de paso, ya utilizó una argumentación similar para indicar la historicidad del material que apunta a una alta autoconciencia en Jesús), por C. H. Dodd en una obra escrita en 1937, y por otros autores posteriormente, y que el propio Allison ha tematizado en la obra referida y en otros trabajos. (Quien no lea inglés y no conozca la lógica subyacente a este criterio puede ver mi artículo de 2012 en Estudios Bíblicos, que por lo demás cabe descargar gratuitamente en mi página de academia.edu).

Estudiosos de muy distinto signo y con muy buenos argumentos han confirmado lo que cualquiera que lea los evangelios de modo mínimamente sensato y sin partis pris puede comprobar: que Jesús, aunque ni en sueños se hubiera creído divino (si Jesús pudiera realmente resucitar y ver en qué le han convertido sus adoradores, su síncope sería mayúsculo), se consideró el portavoz de Dios en los tiempos supuestamente decisivos, el profeta escatológico, la voz autorizada y la medida del juicio. De hecho, aparte del dato de que fue ejecutado por los romanos en una crucifixión colectiva y de que anunció la instauración inminente del Reino de Dios, uno de los resultados más seguros de la investigación histórica es que el galileo albergó elevados pensamientos acerca del papel que él desempeñaría en ese Reino.

Esto llevó de hecho a Dale Allison a terminar su prolijo capítulo ya mencionado con estas palabras, cuyo claro inglés ni siquiera sería necesario traducir: “We should hold a funeral for the view that Jesus entertained no exalted thoughts about himself”. Deberíamos celebrar un funeral por la concepción de que Jesús no albergó pensamientos elevados acerca de sí mismo. Claro está que a este funeral Javier Gomá, quién sabe si por estar demasiado entretenido por las Musas, preferiría no asistir.

Pero entonces –alguien se preguntará–, si esto es suficientemente claro para cualquiera que lea y piense un poco, ¿por qué se afirma tan alegremente lo contrario? La respuesta es sencilla. Al igual que muchos otros autores cristianos han pretendido antes que él, Javier Gomá pretende hacer atractivos y sofisticados sus postulados teológicos no solo para la grey cristiana sino también para todos los ciudadanos en general –es lo que tiene la “nueva-vieja evangelización”– y para ello necesita no solo “civilizar” a Dios, sino también “civilizar” a Jesús. Para entendernos, necesita hacer de estas magnitudes algo más digerible para lo que suele entenderse como “conciencia moderna” (aunque a la luz de datos estadísticos como el de que dice que más del 25% de los españoles cree que el sol gira alrededor de la tierra cabe preguntarse cuán moderna es esta conciencia). Pero como un Jesús que piensa de sí mismo en términos grandiosos y mesiánicos –del Jesús johánico mejor ni hablar– resulta difícilmente digerible para el hombre moderno, una manera de hacerlo más simpático y tragable es la de negar sin más cualquier pretensión altisonante en el galileo. Quien haya leído a otros muchos autores (como Robert Funk, Marcus Borg, etc.) que al hablar de Jesús quieren hacerse pasar por verdaderamente modernos –y, ya puestos, hacer pasar al galileo como tal–, comprenderá que el discurso de Gomá no tiene tampoco en esto nada de original. (Por supuesto, no ser original no es en modo alguno un baldón, pues repetir la verdad –por trillada que esté– suele ser algo noble y necesario. Lo que sí es un baldón es faltar a la verdad, que es lo que Necesario pero imposible hace una y otra vez).

Hay una segunda razón por la que muchos exegetas confesionales –normalmente no precisamente los más rigurosos– se empeñan en sostener que Jesús no tuvo tales altas pretensiones. Una pretensión básica que emerge aquí y allá en los evangelios, como todo el mundo sabe, es la mesiánica. Ahora bien, resulta que aunque hubo diversos tipos de concepciones mesiánicas en el judaísmo del Segundo Templo, a tenor de las fuentes la más extendida parece haber sido la concepción mesiánica davídica, que identifica al mesías con una figura regia (una identificación que los propios evangelios testimonian explícitamente). Ah, pero resulta que sostener que Jesús se pretendió mesías amenaza peligrosamente con conectarle con aspiraciones religiosas, sí, pero también inequívocamente políticas y antirromanas, algo ante lo cual exegetas y teólogos cristianos sienten –comprensiblemente– verdadero pavor y que llevan siglos reprimiendo con todos los medios a su alcance.

Dicho sea de paso, el ejemplo mencionado nos permite además entender cómo los dislates de Gomá se refuerzan mutuamente. ¿Recuerdan los lectores el despropósito de que la divinización de Jesús es un fenómeno ininteligible? Pues harán bien en tener en cuenta que, tal como han señalado sensatamente diversos autores –incluyendo, por cierto, a Larry Hurtado–, el proceso de exaltación de Jesús se hace aún más comprensible si este había previamente inculcado a sus seguidores la importancia clave de su figura en los designios divinos. Como Gomá, sin el menor análisis, niega tal exaltada visión, se priva –y priva de paso a sus lectores– de la posibilidad de comprender uno de los diversos factores que hacen de la exaltación de Jesús algo comprensible. Una vez más constatamos el procedimiento falaz en que incurre nuestro autor: silencia o malentiende los datos que tenemos a nuestra disposición y cuyo ensamblaje nos permite entender las cosas, y a continuación, boquiabierto, proclama su carácter asombroso.

Vamos ahora con lo que constituye uno de los núcleos de Necesario pero imposible, la enfática afirmación de la ejemplaridad –o, mejor aún, la “súper-ejemplaridad”– del Jesús histórico. En realidad, todo lo que podamos decir a partir de ahora es superfluo, pues ya hemos demostrado que el “Jesús histórico” de Gomá es un desatino de principio a fin. Pero puede resultar aún aleccionador y divertido echar otro vistazo al discurso de nuestro autor, de quien selecciono algunas frases de entre las muchas en que repite lo mismo (citas literales):

“Lo sorprendente del caso estriba en que, tras la aplicación del método exegético y su trabajo de desmitificación de los componentes maravillosos y legendarios, de los evangelios depurados por la exhaustiva erudición filológica emerge la potente ejemplaridad del galileo nimbada de una limpieza, actualidad y universalidad no predecibles, resaltando con mayor realismo que antes los perfiles de una individualidad viviente rigurosamente única, sin comparación con otras biografías, religiosas o no, de la Historia Universal”.

“Es paradójicamente gracias a los resultados de los métodos científicos que la ejemplaridad jesuánica, aun manifestada en un espacio y un tiempo determinados, luce universalmente con una extraña intemporalidad”

“La ejemplaridad predicada y puesta por obra de Jesús tiene, en efecto, algo de anómala desproporción, de insensato y antinatural derroche: es tan exagerada que produce perplejidad al sentido común y excede de lo razonablemente exigible a nadie. Por eso le conviene el título de súper-ejemplaridad”.

“Hay en él algo de excepcional, de caso irrepetible imposible de imitar que le sitúa por encima de toda experiencia. No sólo el mejor de su género, sino también un género nuevo de caso único”

Una vez más, la patética retórica de Gomá. Una vez más, el disparate. Una vez más, el disparate vendido como verdad inferida de los “métodos científicos”. Una vez más, invención de fenómenos “sorprendentes”, “extraños” y animadores del pasmo general.

Antes de decir algo sobre la inconsistencia de estas proclamas, no estará de más llamar la atención sobre la enésima falacia de Necesario pero imposible. Gomá dedica muchas páginas a cantar las alabanzas de la “ejemplaridad” de Jesús, utilizando para ello gran cantidad de citas de otros adoradores: exegetas, teólogos y predicadores, casi todos ellos eclesiásticos. Pero un sedicente filósofo necesita algo más que sotanas, escapularios y agua bendita, de modo que dedica también varias páginas a una consagración secular de la supuesta ejemplaridad de Jesús. ¿Y cómo lo hace? Pues muy fácil: citando a Ernst Bloch y a Friedrich Nietzsche como corroboración de la ejemplaridad de Jesús.

Ahora bien, aunque esto sirve seguramente para impactar a lectores irreflexivos, lamentablemente no demuestra prácticamente nada, por la sencillísima razón de que ni Bloch ni Nietzsche se han significado, que sepamos, por haber efectuado un riguroso estudio histórico de la figura de Jesús, por lo cual lo que digan sobre Jesús –cuando se trata del Jesús histórico– nos trae completamente sin cuidado. Lo único que demuestra el hecho de que Ernst Bloch y Nietzsche –podría haberse citado a muchos otros– hayan escrito frases elogiosas sobre Jesús no es en absoluto la ejemplaridad del Jesús histórico, sino solo el fenomenal éxito del mito del Jesús como no-va-más moral propagado por los cristianos durante siglos. En efecto, un componente fundamental de la ficción evangélica (la del Jesús paradigma de moralidad y víctima inocente) sigue formando parte de la precomprensión generalizada sobre Jesús, también en el ámbito laico y no-cristiano –una ficción que tantos se han creído y que no raramente sirve, paradójicamente, como coartada presuntamente crítica (“Jesús sí, Iglesia no”). Claro que esa ficción evangélica, por laicizada que haya sido, carece de toda verosimilitud histórica. Su uso por parte de Gomá tiene una indudable eficacia retórica, pero es totalmente falaz.

Dado que muchos de nuestros lectores son cristianos y que la cuestión de la ejemplaridad de Jesús resulta particularmente sensible para ellos, me permitiré algunas consideraciones que a los lectores de buena voluntad les ayudará a entender con mayor precisión lo que luego diré. Cada vez albergo más dudas sobre la posibilidad de adscribir esta o aquella declaración evangélica a Jesús, pero estoy dispuesto a admitir como jesuánicas incluso algunas frases cuya garantía textual es escasa y problemática. Confieso a los lectores, pues, que, a efectos prácticos, yo considero procedentes de Jesús al menos un par de frases que me parecen memorables y que forman parte de las que me acompañan desde que tengo uso de razón. La primera es aquella de “quien esté libre de pecado (aunque yo sustituyo “pecado” por “límites”), que tire la primera piedra”, una frase cuyo espíritu forma parte del patrimonio espiritual y moral de todo sujeto que aspire a la lucidez y a la decencia. Además, cada vez que paseo por el campo y contemplo flores, pienso o musito aquellas palabras magníficas, que combinan de manera que a mí resulta hermosísima lo estético, lo ético y hasta lo político: “Pero yo os digo que ni Salomón en toda su gloria se vistió como una de ellas” (Mt 6, 29; Lc 12, 27).
Así pues, hay algo de Jesús –o de lo que yo, quizás equivocadamente, juzgo de Jesús– que a mí me acompaña en mi vida y que me inspira una profunda simpatía, de modo parecido a como me acompañan Dante, Shakespeare, Cervantes, Kafka, Spinoza, y una larguísima lista con la que no aburriré a los lectores.

Además, siento también una profunda compasión por Jesús, como por todos los hombres y mujeres que a lo largo de la historia han sufrido un destino cruel y brutal –y este ha sido el hado, por ejemplo, de los miles, y aun decenas de miles, de judíos crucificados por el Imperio romano–.

Esto es lo que explica que, cuando leo a autores –en particular a ciertos librepensadores de los ss. XVII y XVIII– que denigran a Jesús siento un profundo malestar. Por supuesto, es fácil entender que estos autores proyectan sobre Jesús como supuesto fundador del cristianismo el desprecio intelectual y moral que sentían hacia un clero o un estamento teológico a los que juzgaban miserables, y en este sentido una lectura in bonam partem tenderá a disculparlos. Sin embargo, ello no es óbice para reconocer que una presentación denigratoria de Jesús es totalmente injustificada y carece de fundamento, y por tanto la simpatía que por otras muchas razones me inspiran tales autores se interrumpe cuando vilipendian a un galileo que vivió hace dos mil años.

Dicho esto, si de la figura histórica de Jesús se trata –¿y de qué se trata si no?–, no hay razón alguna para considerarlo un tipo ejemplar prácticamente en ningún sentido. La tradición dibuja a Jesús como un sujeto sensible ante el sufrimiento de sus semejantes, algo cuyo núcleo –dejando aparte los indudables procesos de magnificación y embellecimiento– puede considerarse seguramente histórico sin mayores aspavientos. Ahora bien, aunque tal sensibilidad es una virtud con la que yo y otros muchos nos podemos identificar, ello no convierte a Jesús en ningún sentido en alguien excepcional. Es obvio que mucho antes e independientemente de Jesús, ha habido numerosos seres humanos que han tenido la misma sensibilidad o más, y no por ello nos postraríamos arrobados ante ellos.

Por limitarnos ahora a la religión del propio Jesús, pienso en uno de los textos del Tanak que más me gustan, la sencilla y preciosa parábola contenida en 2 Samuel 12, 1-7, donde Natán cuenta a David –después de haber hecho este la mezquindad que todo el mundo sabe– una historia de un hombre rico y uno pobre en la que el primero arrebata al segundo la única corderilla que tiene, y cuando David se enciende de cólera y afirma que ese hombre desalmado merece la muerte, Natán le fuerza a la terrible anagnórisis: “Tú eres ese hombre” (’attah haiš). La idea que alienta en este texto es básicamente la misma que la del dicho de Jesús en el Evangelio de Juan: Júzgate a ti mismo, antes de juzgar alegremente y hablar de algo tan grave como muerte para otros, cuando resulta que quizás tú mismo la merecerías. No sería difícil poner otros ejemplos semejantes, también desde luego en otras tradiciones culturales.

Además, las fuentes revelan una serie de rasgos del personaje que ni a mí ni a muchos otros nos lo hacen particularmente ejemplar. ¿A qué me refiero? Juzguemos –como dice el propio Gomá– por nosotros mismos y en conciencia “la naturaleza y calidad del ejemplo personal suscitado por Dios en el mundo” (sic):

- Jesús no fue un modelo de lucidez y claridad de ideas. No solo creía en eso a lo que muchos humanos llaman “Dios”, sino también en la validez de la religión judía y en los mitos de su pueblo (como, por ejemplo, en que había habido doce tribus que se reconstituirían en el presuntamente próximo final de los tiempos). Sabemos que estos mitos fundacionales no eran más que las típicas fantasías con las que las colectividades humanas otorgan sentido a su pasado y logran un sentido de identidad, creyéndose a menudo mejores que los vecinos de uno. No se puede reprochar a un iletrado del s. I creer en mitos fundacionales de su cultura (muchos de nuestros contemporáneos siguen creyéndolas), pero desde el punto de vista de la lucidez, esto no me parece en absoluto ejemplar.

- Que el ideal de Jesús era una teocracia es algo en lo que toda la investigación crítica está de acuerdo. El visionario galileo aspiraba a vivir en un régimen en el que la voluntad de Dios –es decir, básicamente lo que dice la Torá; es decir, básicamente lo que dijeron unos individuos cuya sensibilidad moral y espiritual nos resulta ajena a muchos de nosotros en muy diversos aspectos– se haría en la tierra. Un “Reino de Dios” humano-demasiado-humano, pues pasajes como Mc 10,35-40 presuponen la existencia de jerarquías en ese reino. Y un Reino en el que el representante de la divinidad en la tierra sería Jesús, y sus lugartenientes serían sus discípulos (recuérdese Lc 22, 29-30). Ni a mí, ni a mis amigos, ni a las mejores personas que conozco, ni a una parte no desdeñable de la humanidad, nos gustan las teocracias, y quienes optan por ellas no nos parecen ejemplares.

- Todo indica que –a diferencia de lo que inventan Gomá y otros como él (v. infra)– Jesús no renunció a su yo ni minimizó su importancia. Lo que las fuentes manifiestan –dejando aparte algún pasaje aislado en que Jesús parece recuperar el sentido de la realidad (cf. v. gr. Mc 10, 18)– es que se tomó demasiado en serio a sí mismo, logrando también que otros le tomaran demasiado en serio. Como tantos otros de nuestros congéneres, Jesús incurrió en lo que Hegel llamó “el delirio de la presunción”, y se creyó mucho más de lo que era (todo apunta, en efecto, a que se consideró el portavoz escatológico de Dios, el –presente o futuro– rey y mesías de Israel, y cosas por el estilo). Pero las personas que se conceden demasiada importancia a sí mismas siempre me han parecido patéticas y ridículas. Y el patetismo y la ridiculez nunca me han parecido ejemplares. (Esto, por supuesto, no hace de Jesús un sujeto particularmente penoso. No solo la historia de las religiones, la historia de la humanidad en general está llena de individuos que padecen delirios de grandeza).

- Jesús no fue un modelo de tolerancia. La tradición no se pone de acuerdo en si lo que pensó fue aquello de “quien no está conmigo está contra mí” o más bien lo de “quien no está contra nosotros, con nosotros está”, pero lo que sí deja claro esa tradición es que el galileo consideraba que en el mundo había dos bandos y solo dos, los que estaban con él y los que estaban contra él (no tomárselo en serio era estar contra él), operando así una división de lo real more manichaeo, en blanco y negro, en buenos y malos, en los suyos y los otros. Quizás para Gomá esto es ejemplar. Para mí, no.

- Jesús era una persona con muchos prejuicios. Resulta elocuente que incluso una tradición que intentó maquillar cuanto pudo su imagen y se dedicó a entonar sus alabanzas deja entrever claramente sus intensos prejuicios antipaganos (cf. Mt 10, 5; 15, 24; 18, 17). No en vano Joseph Klausner le tildó de “nacionalista judío”, y Paul Winter y Geza Vermes se refirieron con razón a su “chauvinismo”, algo que me es profundamente ajeno y no me resulta nada ejemplar.

- Jesús parece haber albergado –como, por lo demás, tantos seres humanos– bastante resentimiento contra el mundo, que expresó amenazando a todos los que discrepaban con él o simplemente pasaban de él con el fuego de la gehena y tormentos eternos, maldiciendo a diestro y siniestro (“¡Ay de ti, Corozaín; ay de ti, Betsaida…!”). (Autores como Marius Reiser en Die Gerichtspredigt Jesu han demostrado con pelos y señales que aunque este asunto ha sido silenciado o minimizado en la exégesis confesional durante mucho tiempo, es innegable). Yo puedo entender perfectamente el monumental enfado de Jesús. El mundo está lleno de miserables, canallas y abusones, y en los casos inequívocos uno tiene todo el derecho a desearles lo peor. Pero, al fin y al cabo, no hay que olvidar que están hechos como nosotros. Desear que se mueran es comprensible. ¿Desearles males eternos? A mí y a otros, qué vamos a hacer, no nos parece ni compasivo ni ejemplar.

- No hay razón alguna para considerar a Jesús un gañán sin modales, pero desde luego tampoco un modelo consistente de cortesía. A sus adversarios les llamaba de todo menos bonitos. Y si el episodio de la mujer sirofenicia merece crédito, Jesús empleó en su conversación un término muy insultante. Si esa mujer aguantó un insulto como este debía de andar bastante desesperada por tener a su hijita padeciendo y debió de agarrarse a ello, pero si tenía dignidad –y no hay razón alguna para pensar que no la tenía– debió de sufrir y aguantar la altanería de un tipo con fama de milagrero. Esto a mí tampoco me resulta ejemplar.

- La escasa lucidez de Jesús se manifiesta en haber proclamado a los cuatro vientos un inminente cambio de las cosas que nunca sucedió. Jesús hizo concebir a la gente esperanzas de cosas que no ocurrieron –y que previsiblemente nunca ocurrirán–: que los hambrientos serían saciados, que a los que lloran se les enjugarían sus lágrimas, que los oprimidos obtendrían justicia… y que toda esta dicha caería al parecer de algún modo del cielo, pues sería cosa de “Dios”. Hay quien cree que es bueno infundir esperanzas trasmundanas a nuestros congéneres, que al fin y al cabo llevan –como uno mismo– una existencia difícil que necesita lenitivos, pero a mí prometer Jauja cuando Jauja jamás llegará –y menos aún mediante un deus ex machina– me resulta lamentable y vergonzoso, y en todo caso nada ejemplar. Y no es prudente creerse nada de alguien que formula promesas que no se cumplen.

- Jesús no solo no fue un modelo de lucidez en cuanto a cómo funcionan las cosas en la realidad. Tampoco parece haber sido particularmente lúcido en la elección de sus discípulos, quienes parecen haber sido bastante ambiciosos y pendencieros. Si la historia de Judas merece crédito, tampoco parece haber sido muy lúcido al elegir a sus amigos. Poco ejemplar en esto también.

- Uno de los aspectos que me resultan admirables en tipos como Gandhi o Nelson Mandela fue su capacidad de ser respetados por sus adversarios y aun por sus carceleros, a algunos de los cuales se ganaron, y que gracias a su acción política pudieron transformar algunas cosas y superar unas cuantas injusticias. No hay nada similar a esto en la historia de Jesús. Por cierto, nunca nadie ha explicado por qué Jesús, que según dicen –también Gomá– quería “salvar” a todo el mundo sin distinción de sexo, nacionalidad o estatus social no parece haber hecho nunca el menor esfuerzo por “salvar” (por ejemplo) a Herodes Antipas ni a su mujer, esa pobre pareja que acabó desterrada en las Galias. Que Antipas era un mugroso, vale. ¿Pero no habíamos quedado que para Jesús hasta los mugrosos y los canallas merecían una oportunidad…? Pero Jesús, con muy dudoso coraje, huyó siempre de Antipas.

No seguiré. Espero que haya quedado claro que el Jesús que la historia es capaz de vislumbrar no fue en muchos sentidos un individuo ejemplar, ante el cual quepa sentir “vértigo” alguno. Al igual que uno podría presentar la prosa preciosista de Javier Gomá como ejemplo para no pocos escribientes, pero ni borracho presentaría a este autor como un modelo de sentido crítico, sabiduría, rigor intelectual o lucidez, a Jesús el galileo se le puede presentar como un modelo de entusiasmo o de vehemencia, pero no desde luego como un paradigma moral en muchos otros ámbitos.

La cosa debería ser todavía más clara cuando se cae en la cuenta de un hecho elemental, a saber, que las fuentes en las que una mirada sin prejuicios aprecia con facilidad los límites de Jesús son precisamente las mismas fuentes concebidas para glorificar su figura, y por tanto para presentarle como más simpático y atractivo de lo que parece haber sido. Uno se pregunta qué imagen de Jesús se tendría si contáramos con algo más que con fuentes hagiográficas y apologéticas, ellas mismas ya productos de obvios intereses. Gomá no es muy preciso ni fiable ya desde la presentación de su libro, al afirmar que los seguidores de Jesús le “recordaron como un modelo de ejemplaridad perfecta”. Más correcto habría sido escribir que “Le construyeron como un modelo de ejemplaridad…”.

El Jesús que nos descubre la investigación más sólida no es en modo alguno un miserable pero tampoco es en absoluto ejemplar. Es un sujeto con sus luces y sus sombras, sus más y sus menos, sus aciertos y sus errores. Como usted y como yo, amigo, amiga. Afirmar –como hace Gomá– que los “métodos científicos” muestran la ejemplaridad del “Jesús histórico” es pura charlatanería, y entonar loas a su “súper-ejemplaridad” es un caso más de supernumeraria súper-charlatanería.

A fortiori, sostener otras cosas que afirma por doquier Javier Gomá (“Nadie es del todo inocente ante la santidad excesiva de ese hombre excepcional y comparado con él todo el mundo se confiesa en cierto modo deudor (pecador)”; “No hace falta ser seguidor del profeta de Galilea para reconocer que su elevado ideal ético y la realización de éste en su vida le hacen merecedor, desde una perspectiva comparada, al título del mejor de los hombres, el más noble representante de la humanidad sobre la tierra, el más perfecto ejemplar de nuestra especie. Es el hombre bueno por antonomasia, sin precedentes ni antecedentes en esa desusada proporción…”) es no solo otro ejemplo del lenguaje devocional típico del adorador, sino otra de las constantes falsedades de Necesario pero imposible. Ni yo ni muchas otras personas nos inclinamos ante la ética de Jesús, ni sentimos vértigo alguno ante la pseudo-excelencia moral de tal modelo. Pero no porque seamos engendros de Satanás o incapaces de reconocer el bien o nuestros propios límites, sino precisamente porque nada ni nadie nos ha persuadido de que debamos pensar tan alto de Jesús ni tan bajo de nosotros mismos como para doblar las rodillas ante desproporción alguna.

Por supuesto, los cristianos tienen todo el derecho del mundo a imaginarse a su Cristo como tengan a bien, y si tienen necesidad de un paradigma moral o espiritual son libres de representárselo como el máximum de todas las perfecciones, de la lucidez, de la tolerancia, de la compasión, de la bondad, de la sabiduría, de la igualdad de géneros, del respeto al colectivo LGTBI, del cuidado por el medio ambiente etc., etc. Son libres de representárselo como absolutamente incapaz de hacer nada malo y hasta de imaginar que orinaba agua de colonia. Y tienen todo el derecho del mundo –faltaría más– a prosternarse y a hincarse de rodillas ante tal imagen. Háganlo tranquilos, que a los demás no nos molestan, menos todavía en un mundo en el que, al menos en estas latitudes y al menos por ahora, por no prosternarnos también nosotros no nos pueden privar de libertad, torturar o ponernos a chamuscar en una hoguera.

Pero a quien quiera convencernos de lo razonable que es prosternarse ante un ídolo, o de que su Jesús imaginario es una figura histórica derivable de una lectura crítica de las fuentes, con nuestra más cordial sonrisa algunos le diremos a la cara lo que es: un embaucador y un farsante. O, quizás aún con mayor propiedad: un súper-embaucador y un súper-farsante.

Continuará. Saludos cordiales de Fernando Bermejo
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