¿Cuántas veces en la vida seguimos como mulas por un camino que no funciona? A mis hermanas, exmonjas o no -ahora no es importante-, de Belorado

Exmonjas de Belorado
Exmonjas de Belorado

"Para mí es ya una costumbre en Pamplona y con el tiempo, desde que me enamoré de caminar a pie, me he familiarizado bastante con los parques que atraviesan esta ciudad que es ahora, por poco tiempo ya, mi casa"

"La semana pasada, sin embargo, me perdí… Me llevó un tiempo, pero luego lo comprendí. Tuve que admitir que me había desviado y dar media vuelta, cuando aún estaba lo bastante cerca del camino marcado como para volver a encontrarlo de algún modo"

"Fue entonces cuando me di cuenta: ¿Cuántas veces en la vida seguimos como mulas por un camino que no funciona, para no admitir que nos hemos equivocado?"

Algunas de las cosas más importantes que he aprendido de la vida, las he aprendido caminando. Permitidme una premisa: desplazarse de un lugar a otro para ir al trabajo o correr hacia un destino sólo se parece a caminar, a veces hay que tomarse tiempo para concentrarse en los pasos, adentrarse en la naturaleza y permitirse descubrir lugares que de otro modo no se habrían visto. Caminar es una acción que tiene que ver con el cuerpo pero también con la mente, que implica muchos sentidos y que -alternativamente- puede ser colectiva o una experiencia única.

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Si nunca hemos probado a caminar solos, os sugiero que aprovechéis este mes de septiembre, en el que todavía estamos prácticamente en verano y hace calor, para hacerlo: poneos un par de zapatos cómodos y adecuados e iros al parque más cercano. Acordaos de mirar hacia arriba, llenad vuestros ojos de cielo y colores y dejad que vuestros pensamientos se vayan.

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Para mí es ya una costumbre en Pamplona y con el tiempo, desde que me enamoré de caminar a pie, me he familiarizado bastante con los parques que atraviesan esta ciudad que es ahora, por poco tiempo ya, mi casa. Al menos cinco veces a la semana dedico unas horas a convertirme en explorador: tengo mucho cuidado de seguir los senderos y siempre intento recordar los hitos del camino.

La semana pasada, sin embargo, me perdí. Era una tarde preciosa y emprendí una nueva subida: en un momento dado me encontré ante una bifurcación y opté por seguir recto, porque una imagen muy fascinante atrajo mi atención. Un pájaro trepaba por una rama y yo, que amo tanto las espirales, sentí que aquello era un mensaje sólo para mí. Continué por un camino cada vez más estrecho y, en cierto momento, me encontré en medio de las zarzas.

Podía oír, por encima de mí, las voces de la carretera y entonces me dije que no tenía sentido dar marcha atrás y que podía continuar, mientras tanto, sin embargo, mis zapatos y mis calcetines se habían llenado de espinas y empezaba realmente a tener dificultades para orientarme. Delante: arbustos cada vez más espesos. Detrás: zarzas. Mi mente viajaba deprisa hacia el destino, salir del enredo, pero mi cuerpo se veía presionado por la falta de un camino marcado.

Me llevó un tiempo, pero luego lo comprendí. Tuve que admitir que me había desviado y dar media vuelta, cuando aún estaba lo bastante cerca del camino marcado como para volver a encontrarlo de algún modo.

Fue entonces cuando me di cuenta. 

¿Cuántas veces en la vida seguimos como mulas por un camino que no funciona, para no admitir que nos hemos equivocado?

Cuando se camina por la naturaleza, esa actitud obstinada puede ser fatal (en el verdadero sentido de la palabra) y hay que tener la humildad de decirse a uno mismo «me he equivocado. Voy a volver aunque haya perdido mucho tiempo».

La importancia de reconocer los errores

Aquí, aunque creáis que os costará esfuerzo volver atrás, aunque creáis que volver sobre vuestros pasos, en lugar de buscar obstinadamente un camino a seguir, es sinónimo de fracaso, hacedlo de vez en cuando, hacedlo también ahora.

No hay meta para quien no sabe aceptar sus errores y aprender a cambiar de rumbo.

Lo que pasemos caminando por el sendero no es tiempo perdido, sino que nos enseñará muchas cosas sobre los caminos y el duro trabajo de saber elegir el adecuado para nosotros, ¡a veces incluso el valor de dar marcha atrás!

Y pienso en la parábola del hijo pródigo… o del Padre misericordioso.

Y me detengo en aquella expresión “volviendo en sí.., se dijo…, me levantaré e iré a mi padre”.

El amor del Padre no es un acto de coacción. Aunque el Padre quiera sanarnos de todas nuestras tinieblas interiores, siempre somos libres de hacer nuestra elección, permanecer en las tinieblas o entrar en la luz del amor de Dios. Dios está ahí. La luz de Dios está ahí. El perdón de Dios está ahí. El amor sin límites de Dios está ahí. Lo cierto es que Dios siempre está ahí, siempre dispuesto a dar y perdonar, con absoluta independencia de nuestra respuesta. El amor de Dios no depende de nuestro arrepentimiento ni de nuestros cambios interiores o exteriores.

Tanto si soy el hijo menor como el mayor, el único deseo de Dios es llevarme a casa. El padre ama a cada hijo y da a cada uno la libertad de ser lo que quiera, pero no puede darles la libertad que no tendrán ganas de tomar o que no comprenderán adecuadamente. El padre parece darse cuenta, más allá de las costumbres de la sociedad en la que vive, de la necesidad de sus hijos de ser ellos mismos. Pero también sabe que necesitan su amor y un «hogar». De ellos depende el final de la historia. El hecho de que la parábola no tenga final garantiza que el amor del padre no depende de una conclusión adecuada de la historia. El amor del padre depende únicamente de él y forma parte exclusivamente de su carácter.

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