'Ante la normalización de la guerra, cultura de paz', ponencia en el 43 Congreso de Teología 'Guerra y paz. ¿Hay salida a la vista?' Olga Rodríguez, en el Congreso de la Juan XXIII: "Nunca ganan los pueblos las guerras. Las ganan los magnates"
Esta es la magnífica intervención de Olga Rodríguez investidadora, escritora, periodista especialistas en Oriente Medio y en Información en Conflictos Bélicos:
"Estamos en un escenario global en el que se ridiculiza la defensa de la paz, la defensa de los derechos humanos, la defensa del derecho internacional"
"Cuanto más dura una guerra, más destrucción, más muertes, más fragmentación social, más riesgo de extensión geográfica de la guerra, más pobreza, más hambre, más división, más dolor que se perpetúa durante varias generaciones"
"La Historia, las hemerotecas, nos recuerdan la locura colectiva que generan los climas bélicos, enemigos del pensamiento sosegado"
"Quienes ridiculizan la paz tachan a sus defensores de ingenuos. Sin embargo, no hay mayor ingenuidad que pensar que la solución es la confrontación armada"
"La tolerancia es entender que ninguna persona merece ser deshumanizada -y menos aún cuando avanzan tanto los discursos de odio- ni tergiversada ni estigmatizada por creer en la paz"
"Fuera de la burbuja que normaliza la guerra y ridiculiza la paz existe un mundo de grandes dimensiones que tiene memoria, que recuerda la historia reciente, que comprende mucho mejor que todos nosotros aquí juntos cuáles son las dinámicas de los poderes del planeta … ¿Saben por qué? Porque la geopolítica se escribe sobre su propio cuerpo. Sobre su propia piel"
"Cuanto más dura una guerra, más destrucción, más muertes, más fragmentación social, más riesgo de extensión geográfica de la guerra, más pobreza, más hambre, más división, más dolor que se perpetúa durante varias generaciones"
"La Historia, las hemerotecas, nos recuerdan la locura colectiva que generan los climas bélicos, enemigos del pensamiento sosegado"
"Quienes ridiculizan la paz tachan a sus defensores de ingenuos. Sin embargo, no hay mayor ingenuidad que pensar que la solución es la confrontación armada"
"La tolerancia es entender que ninguna persona merece ser deshumanizada -y menos aún cuando avanzan tanto los discursos de odio- ni tergiversada ni estigmatizada por creer en la paz"
"Fuera de la burbuja que normaliza la guerra y ridiculiza la paz existe un mundo de grandes dimensiones que tiene memoria, que recuerda la historia reciente, que comprende mucho mejor que todos nosotros aquí juntos cuáles son las dinámicas de los poderes del planeta … ¿Saben por qué? Porque la geopolítica se escribe sobre su propio cuerpo. Sobre su propia piel"
"Quienes ridiculizan la paz tachan a sus defensores de ingenuos. Sin embargo, no hay mayor ingenuidad que pensar que la solución es la confrontación armada"
"La tolerancia es entender que ninguna persona merece ser deshumanizada -y menos aún cuando avanzan tanto los discursos de odio- ni tergiversada ni estigmatizada por creer en la paz"
"Fuera de la burbuja que normaliza la guerra y ridiculiza la paz existe un mundo de grandes dimensiones que tiene memoria, que recuerda la historia reciente, que comprende mucho mejor que todos nosotros aquí juntos cuáles son las dinámicas de los poderes del planeta … ¿Saben por qué? Porque la geopolítica se escribe sobre su propio cuerpo. Sobre su propia piel"
"Fuera de la burbuja que normaliza la guerra y ridiculiza la paz existe un mundo de grandes dimensiones que tiene memoria, que recuerda la historia reciente, que comprende mucho mejor que todos nosotros aquí juntos cuáles son las dinámicas de los poderes del planeta … ¿Saben por qué? Porque la geopolítica se escribe sobre su propio cuerpo. Sobre su propia piel"
| Olga Rodríguez
Es este un Congreso necesario y urgente en un contexto de alarmante crecimiento de narrativas belicistas que presentan la vía de la guerra como la única opción, como algo pertinente e inevitable, como nuestra salvación.
Estamos en un escenario global en el que en demasiados sectores se premia jalear la guerra y se castiga, estigmatiza, tergiversa o criminaliza la defensa de las vías de la paz. Se ridiculiza la defensa de la paz, la defensa de los derechos humanos, la defensa del derecho internacional.
Se han alcanzado cifras récord en gasto militar mundial y se nos está diciendo que la vía son más armas, más guerra, más confrontación. No hace falta ser una persona experta en resolución de conflictos, para saber que al final del camino, al final de una guerra, siempre hay un acuerdo de paz, una negociación, un pacto. Cuanto antes llegue, más vidas se salvan, más dolor se evita.
Cuanto más dura una guerra, más destrucción, más muertes, más fragmentación social, más riesgo de extensión geográfica de la guerra, más pobreza, más hambre, más división, más dolor que se perpetúa durante varias generaciones.
Quienes ridiculizan la paz tachan a sus defensores de ingenuos. Sin embargo, no hay mayor ingenuidad que pensar que la solución es la confrontación armada. Solo desde una falta de cultura de derechos humanos y desde un déficit en el conocimiento de la Historia se puede defender la guerra como la mejor opción.
En las guerras que he vivido he conocido a hombres y mujeres que han querido trabajar por la paz en medio del horror. Son personas que lo han intentado todo, que en muchos casos transitaron primero el camino de la violencia, de las armas, de la guerra, bajaron montañas, subieron montañas, rodearon montañas, antes de concluir que el camino necesario es el de la paz, el de una paz justa, con derechos humanos para todos, sin exclusiones.
"Quienes ridiculizan la paz tachan a sus defensores de ingenuos. Sin embargo, no hay mayor ingenuidad que pensar que la solución es la confrontación armada"
La Historia, las hemerotecas, nos recuerdan la locura colectiva que generan los climas bélicos, enemigos del pensamiento sosegado. La tolerancia es entender que ninguna persona merece ser deshumanizada -y menos aún cuando avanzan tanto los discursos de odio- ni tergiversada ni estigmatizada por creer en la paz.
Es preciso recalcarlo porque estamos viendo voces por la paz estigmatizadas en muchos lugares: señaladas, tergiversadas, criminalizadas, por defender vías para la paz.
El racismo, la deshumanización, el desprecio del otro, de la otredad, es algo que condiciona y define nuestra actualidad. Los discursos contra sectores vulnerables, señalados como población sobrante, son habituales. Cualquier historiador honesto del futuro subrayará esta normalización de las narrativas deshumanizadoras para definir nuestro presente. Estos discursos allanan el camino de la guerra y de la perpetuación de la misma.
La deshumanización llega acompañada a menudo de la demonización. Uno de los máximos expertos contemporáneos en genocidios, Omer BARTOV, explica que en los capítulos de máxima barbarie, “las personas que cometen las masacres se consideran víctimas de las personas a las que matan. Y también imaginan que si no las matan, se volverán contra ellos y les harán lo que están sufriendo”. Así es, efectivamente, el escenario de la guerra: más impunidad, más barbarie. Es una rueda sin fin en la que gana el más fuerza, el dispuesto a ser más bruto. Es el marco del aplastamiento, el nosotros o ellos. Es la opción que lleva a la aniquilación, en la que siempre tiene las de ganar quienes apuestan por mayor brutalidad.
Si no se abren otras alternativas al uso de la fuerza bruta y de la guerra, esta se perpetúa y se convierte en una guerra eterna. Son muchos los lugares del planeta que viven conflicto tras conflicto, en un escenario de agotamiento de los recursos a nivel global, ante el cual se ha dado el pistoletazo de salida a una carrera de saqueo y apropiación, a un sálvese quien pueda, que busca impunidad a través de la guerra, porque se pretende que en las guerras todo vale: más ocupación, más robo, más saqueo, más dominio.
Esta normalización de la impunidad está dejando a la vista, con más claridad de lo habitual, el doble rasero ante las violaciones del derecho internacional. Lo denunciaba recientemente el propio fiscal jefe del Tribunal Penal Internacional, a quien varios dirigentes han presionado para que no aplique el mismo estándar ante las ocupaciones de Ucrania y Palestina. La apelación del quita y pon a los derechos humanos y el derecho internacional diluye cada vez más las líneas rojas y debilita el andamiaje construido tras la Segunda Guerra Mundial, basado en el desarrollo del derecho internacional y en la Carta Universal de los DDHH.
Me van a permitir que me detenga en la masacre continuada en Gaza, por su trascendencia, por las consecuencias que ya está teniendo en la normalización de la impunidad, con la que se debilita ese andamiaje, el derecho internacional, los organismos encargados de velar y proteger los derechos humanos sin dobles raseros. En muchos espacios del mal llamado primer mundo se comprende, como debe ser, el sufrimiento de los rehenes israelíes y de sus familias, pero no la situación de los otros: la población palestina es deshumanizada, despreciada, presentada como una masa matable. Estamos ante varios fenómenos inéditos:
-Por primera vez estamos viendo en tiempo real una masacre de gran envergadura, crímenes de guerra cotidianos. Srebenica y tantas otras barbaries, las conocimos a posteriori, días, semanas o incluso meses después. Esto lo estamos contemplando en tiempo real, desde cualquier lugar del mundo
-Por primera vez la prensa internacional no puede estar en el terreno, ya que Israel y Egipto mantienen el acceso cerrado a los periodistas. Conocemos lo que ocurre solo a través de los periodistas locales, que viven en Gaza, y a través de la población que lo sufre, que tiene redes sociales. Nuestros maestros cubrieron la Segunda Guerra Mundial en el terreno, Vietnam, Latinoamérica, África, Oriente Medio, Asia. Los periodistas de mi generación hemos cubierto las guerras de Yugoslavia, Afganistán, Irak, Siria, Libia, y un largo etcétera, accediendo a veces con dificultad, pero siempre consiguiéndolo. Es importante para un país que sus voces lo vean, lo cuenten, lo transmitan. Es pertinente preguntarse: si hubiera periodistas europeos en el terreno, contando las matanzas diarias, ¿habríamos llegado al undécimo mes de masacre?
-A pesar del conocimiento de una parte importante de los hechos en tiempo real se siguen enviando armas y apoyo político y diplomático, lo que permite que la masacre y la violación del derecho internacional continúe ocurriendo.
-Hay otros aspectos nuevos: movimientos inéditos en los tribunales internacionales, en un intento de proteger el derecho internacional frente a la impunidad, un aumento de la potencia de voces judías por la paz que están diciendo no en mi nombre, y una mayor conciencia global de la existencia de una ocupación ilegal y un sistema de apartheid contra la población palestina.
En la última ceremonia de los Oscar, el director de la película ‘Zona de interés’, ganadora este año al mejor filme Internacional, el judío británico Jonathan Glazer, dijo, al recoger su premio, “me niego a que mi judaísmo sea secuestrado por la ocupación”.
En la película ‘Zona de interés’ un comandante nazi se apropia de una mansión situada junto a un gran campo de concentración. Allí se instala con su familia y allí construye su zona de interés, su área de confort, haciendo como que el genocidio que ocurre a pocos metros de ellos no existe. El genocidio se oye a lo largo de la película- a través de ruidos, gritos, estruendos- pero no se ve. Es un mero ruido de fondo, un sonido ambiental de fondo, en medio de una vida aparentemente normal, como si aquella barbaridad no estuviera teniendo lugar.
Es a esta idea a la que se refiere la pensadora judía canadiense Naomi Klein cuando habla de genocidio ambiental para referirse a la masacre en Gaza, a esos crímenes que se pretende que normalicemos como si fueran un mero ruido de fondo, un sonido ambiental de fondo.
"Hay otros aspectos nuevos ante la masacre de Gaza: movimientos inéditos en los tribunales internacionales, en un intento de proteger el derecho internacional frente a la impunidad, un aumento de la potencia de voces judías por la paz que están diciendo no en mi nombre, y una mayor conciencia global de la existencia de una ocupación ilegal y un sistema de apartheid contra la población palestina"
Numerosas voces judías en el mundo están elevando su voz para defender la paz y los derechos humanos para todos, sabedoras de que el nunca más tiene que ser nunca más para todos, sin exclusiones. Pensadores y artistas judíos como Masha Gessen, Judith Butler, Nancy Fraser, Yuval Abraham o el propio Jonathan Glazer, entre otros muchos, han sido tachados de antisemitas por defender los derechos humanos de todos y por denunciar todas las violaciones del derecho internacional. Esta tergiversación de los discursos de paz se ha aplicado también, incluso, a integrantes de Naciones Unidas y a los dos tribunales internacionales de La Haya, lo cual está dañando la defensa de los derechos humanos de la población palestina, de todos en general y daña también algo muy necesario y esencial: la lucha contra el antisemitismo.
También se tergiversan, estigmatizan y persiguen protestas por el alto el fuego o por el embargo de armas. Lo ha advertido la relatora de Naciones Unidas para la libertad de expresión, Irene Khan: La crisis de Gaza, ha dicho, cita textual, se está convirtiendo ya en una gran crisis de la libertad de expresión y de protesta que tendrá consecuencias a medio y largo plazo.
Dejó escrito el reportero polaco Ryszard Kapuscinski, a quien tuve el gusto de conocer, que hay que estar siempre con los que sufren. En su libro Un día más con vida, donde relata su experiencia como corresponsal en la guerra de Angola, dedica unas líneas a una mujer de más de ochenta años que día tras día, lloviera, tronara o bombardeara, salía con su cesta llena de pan para repartirlo entre la gente. El comandante Farrusco, acorralado en su cuartel, dijo de ella: “Tiene ochenta años, hace pan. Lleva haciéndolo más de sesenta años y no quiere marcharse. No está ni con nosotros ni con ellos. Es partidaria de la vida. La vida y el pan. Y eso es suficiente, más que suficiente”.
Esa mujer representa a la mayoría de los pueblos que sufren la violencia y que intentan abrirse paso en medio de ella: gente partidaria de la vida. Mujeres como la panadera de Angola existen en todas y cada una de las guerras. Las he visto en el Bagdad arrasado por la Operación Conmoción y Pavor de Bush, en el Afganistán roto por décadas de violencia, en la Libia convertida en un polvorín, en los Territorios Ocupados Palestinos, en Yemen, en Siria, en Líbano, incluso en un Egipto sin conflicto armado pero aplastado por la opresión.
"Dejó escrito el reportero polaco Ryszard Kapuscinski, a quien tuve el gusto de conocer, que hay que estar siempre con los que sufren"
La guerra es ese lugar donde las madres entierran a sus hijos. Donde la gente pierde para siempre la paz aunque sobreviva a las bombas, donde las personas desaparecen sin dejar rastro y la memoria se erige como única salvación. Es ese lugar en el que cualquier ser humano medianamente decente se da cuenta de que, como escribió Kapuscinski, “lo que importa es salvar vidas”.
En el film Un día más con vida, basado en el libro del reportero polaco, el periodista angoleño Artur Queiroz, vivo aún, amigo de Kapuscinski, afirma: “Aquella batalla por la independencia la ganamos, pero por el camino quedaron arrasados todos mis ideales”.
Es preciso preguntarse: ¿Hay alguna guerra que no deje un sabor amargo? ¿Alguna que pueda ser concebida como una satisfactoria realización por alguien con cordura?
He visto bombas cayendo sobre barrios enteros mientras dos calles más allá la gente menuda intenta llegar a la escuela para no perder clase, mientras hombres y mujeres aguardan con esperanza la llegada del autobús urbano que les lleve a sus lugares de trabajo, a su casa o al hogar de algún familiar.
He visto niños muertos bajo las bombas en la invasión de Irak en 2003, mujeres con el rostro quemado por hombres que mandan mucho en el Afganistán de antes y después de 2001, personas refugiadas que lo han perdido todo en Sudán, en Libia, en las rutas de escape, he visto jóvenes tiroteados en los territorios palestinos, niñas levantándose al alba con la esperanza de que les permitan cruzar los checkpoints que les separan de sus colegios en Cisjordania, familias que anhelan paz y derechos en tantos lugares del planeta…
Nunca ganan los pueblos las guerras. Las ganan los magnates que se enriquecen con ellas, las empresas armamentísticas, quienes pretenden hacer carrera a costa de vidas ajenas. Y lo hacen a través, entre otras vías, de lo que la pensadora Susan Sontag llamó “la lujuria de la opinión pública por los bombardeos en masa”.
Unos marcan las estrategias y los pueblos ponen los muertos.
Decía antes que el andamiaje construido tras la Segunda Guerra Mundial, basado en la defensa de los derechos humanos y la ley internacional como herramientas para preservar la paz, corre el riesgo de derrumbarse.
Tras la barbarie cometida por el nazismo se sentaron las bases para el desarrollo de Naciones Unidas y la Declaración Universal de los Derechos Humanos, un texto que debería ser el eje vertebral de las políticas europeas y de los programas educativos actuales en escuelas e institutos. Sin embargo, aquellos principios son demasiado a menudo poco más que tinta sobre papel. La impunidad avanza y los discursos de odio son normalizados en demasiados platós de televisión.
La banalidad del mal teorizada por la filósofa judía alemana Hannah Arendt está normalizada desde las más altas instancias del poder mundial, incluso en el modo de excusar a los verdugos y de culpar a las víctimas. En su libro 'Eichmann en Jerusalén', la filósofa judía describió el proceso por el que los autores de los crímenes se eximen de toda responsabilidad, ateniéndose a las órdenes y a los procedimientos burocráticos, y depositando en sus víctimas la capacidad de convertirlos en ejecutores de lo que ellos no desean hacer, pero ellas les obligan a hacerlo.
"No solo debe ponerse el foco en Sudán, Congo, Oriente Medio, Ucrania y un largo etcétera. En el llamado primer mundo hay personas despojadas de su identidad, de sus derechos e incluso de su nombre"
A través de ese proceso, el verdugo se presenta a sí mismo como alguien que no desea cometer el crimen, pero a quien la pertinaz insistencia de las víctimas no solo en existir, sino incluso en ser –es decir, en tener derechos, identidad, memoria, justicia, libertad– le obliga a hacerlo.
Albert Camus escribió que toda forma de desprecio, si interviene en la política, prepara o instaura el fascismo. El desprecio es la antesala de la deshumanización, ese proceso por el cual una persona es despojada de su nombre, de su identidad, de sus derechos, reducida a solo su cuerpo, como explicó Hannah Arendt.
No solo debe ponerse el foco en Sudán, Congo, Oriente Medio, Ucrania y un largo etcétera.
En el llamado primer mundo hay personas despojadas de su identidad, de sus derechos e incluso de su nombre, reducidas a un número, narradas y vistas como mero bulto. Ocurre a través de mecanismos normalizados, de las guerras más invisibles: las guerras de las fronteras.
Se externalizan fronteras para que las personas migrantes mueran lejos de nuestros territorios y de nuestras conciencias, a través del negocio de la guerra y de la represión, con el trazado de rutas más peligrosas que son como tétricas yincanas, donde mueren muchas personas que huyen de las guerras y de la pobreza. Se está produciendo una clasificación cada vez más perversa de las personas, se evalúa su grado de utilidad y, en función de ello, se establece cuán humanas pueden ser consideradas, quiénes merecen tener plenos derechos, quiénes solo algunos derechos, quiénes deben vivir condenadas a la clandestinidad, a la nada, a ser nadies.
Es preciso reflexionar sobre la comunicación, sobre el lenguaje, sobre las palabras, sobre la verdad y la mentira, la realidad y la ficción, la experiencia y la ausencia de ella. Hannah Arendt explicó que “el sujeto ideal para un gobierno totalitario” es “el individuo para quien la distinción entre hechos y ficción (es decir, la realidad de la experiencia) y la distinción entre lo verdadero y lo falso (es decir, los estándares del pensamiento) han dejado de existir”. Cuando en el debate público la realidad, los hechos, es tratada como algo discutible, la frontera con la ficción puede diluirse. Cuando en espacios periodísticos se da la espalda a las aristas de nuestro presente, el debate es reducido a mero entretenimiento, eximido de sus consecuencias.
"Contestar los porqués es lo que distingue el periodismo de un juego de niños"
En las cómodas almohadas del privilegio la realidad es reducida a mera teoría, a juego inofensivo, a banalidad: no hay conexión con las consecuencias de los actos, con los cuerpos afectados, con los efectos de la indiferencia. Desde la mirada del privilegio toda denuncia parece exagerada. Las víctimas son solo números sin nombre ni rostro, la pobreza es solo una palabra. Se debate sobre el cambio climático, el agotamiento de recursos naturales, los derechos humanos o la migración como si fueran abstracciones sin resultados concretos en las que el interlocutor puede defender una posición o su contraria del mismo modo que en un videojuego elegimos bando. No hay viaje de conocimiento ni experiencia que recorra el trayecto desde la causa hasta la consecuencia.
Contestar los porqués es lo que distingue el periodismo de un juego de niños. Todas las preguntas básicas que necesitan respuesta para elaborar una información -qué, quién, cuándo, dónde, cómo- están incompletas sin el porqué. Los porqués facilitan al receptor entendimiento, contexto, claves, profundidad. Así ocurre también en los saberes sociológicos, filosóficos, políticos o históricos.
El porqué nos obliga a analizar todos los factores que inciden en nuestra actualidad, las cuestiones que nos atraviesan y que cualquier historiador del futuro subrayaría para definir nuestro presente. No es posible indagar en los porqués, ni contestarlos, sin la voluntad de honestidad, sin la palabra, sin el empeño en contrastar y entender, para poder explicar, para poder hablar. No hay comunidad humana que no necesite de una gran conversación, porque hay en el proceso de comunicación una aceptación del otro, de la otredad, ética y metafísicamente. Como señaló el filósofo Martin Buber, usar el lenguaje para dirigirse a los demás es un proceso de amor.
La narrativa, el relato, de qué se habla, cómo se cuenta lo que ocurre, condicionan el mundo. “Somos las palabras que usamos”, sostenía José Saramago, consciente de la importancia del vocabulario. “Las guerras siempre empiezan mucho antes de que se oiga el primer disparo, comienzan con un cambio del vocabulario en los medios”, dijo el reportero polaco Kapuściński. La realidad se moldea a base de definiciones.
El historiador y autor de Sapiens, Yuval Noah Harari, lo explica así: “El relato en el que creemos configura la sociedad que construimos”. Las palabras construyen, nos construyen y nos llevan a la acción. También pueden destruyen. Y sufren: manipulación y apropiación. En una de las estampas de la Inquisición de Francisco de Goya aparece un hombre torturado, y debajo esta leyenda: “Por mover la lengua de otro modo”. Todavía es difícil mover la lengua de otro modo en demasiados lugares, en demasiados espacios.
Cuando nos comunicamos con los demás es cuando construimos nuestro propio yo, que es resultado del proceso. No somos si no nos expresamos, si no hablamos, si no negociamos. Como defendió Walter Benjamin, comunicarse es un proceso de incubación de la experiencia mediante la que ciertos mensajes nos trasladan a su dimensión de realidad.
Es difícil imaginar algo si no es nombrado, entender una realidad si no es relatada, conocer un objeto si no tiene una palabra designada, explicar y explicarnos sin una representación previa. En este presente tendente a la distopía necesitamos palabras precisas que nombren escenarios de esperanza, relatos que conciban otros mundos posibles, más humanos, más decentes, porque lo que antes no es imaginado difícilmente puede ser creado.
¿Qué margen de maniobra tiene una sociedad? Sin duda hay enormes limitaciones en la capacidad de acción y de gestión, pero siempre se pueden hacer cosas, empezando por el uso de la palabra. Siempre podemos mover la lengua de otro modo, para denunciar, para rebelarnos, para señalar los impedimentos.
Es posible ensanchar la mirada y visualizar futuros no distópicos para evitar profecías autocumplidas. Incluso en el más desesperanzador de nuestros presentes “siempre nos queda la facultad de negar nuestro consentimiento”, como escribió Primo Levi.
En este 2024, seguimos disponiendo aún de la facultad de defender la decencia, de entonar un grito de auxilio, de señalar la injusticia, de nombrar la esperanza, de reivindicar la memoria, de no pervertir las palabras, de preservar la verdad, de cuestionar la guerra, de defender la paz. De proteger el fuego que Prometeo arrebató a los dioses para entregárselo a los humanos, arriesgándose al castigo de Zeus, negándose a satisfacer a los señores del Olimpo.
Permítanme una última cosa. Fuera de la burbuja que normaliza la guerra y ridiculiza la paz existe un mundo de grandes dimensiones que tiene memoria, que recuerda la historia reciente, que comprende mucho mejor que todos nosotros aquí juntos cuáles son las dinámicas de los poderes del planeta. He conocido ancianas en aldeas perdidas, de países perdidos, que tienen más conocimiento de geopolítica y relaciones internacionales que cualquier europeo medio. ¿Saben por qué? Porque la geopolítica se escribe sobre su propio cuerpo. Sobre su propia piel.
En el Bagdad previo a la invasión estadounidense de 2003 los periodistas trabajábamos sin respiro durante el día. Por las noches, tras recabar información y enviar nuestras crónicas, nos reuníamos en alguna habitación del hotel Al Rashid para compartir impresiones, hacer conjeturas sobre el futuro inmediato e intercambiar ideas y planes ante posibles riesgos venideros.
En una de esas noches, mientras algunos corresponsales de varias nacionalidades bailaban para liberar tensiones y otros confesaban, ante mi asombro, sus ganas de que empezara la guerra y “la acción”, pensé que la noticia más espectacular que podríamos ofrecer no sería la de un bombardeo, sino la del triunfo de la sensatez y de la negociación. Que en vez de ser reporteros de guerra en aquella ciudad iraquí de cielos casi infinitos pudiéramos contar que se evitaba el conflicto bélico y ejercer así como corresponsales de paz. Compartí ese pensamiento con un colega periodista que quiso soñarlo conmigo.
Pocos días después las sirenas nos despertaron de madrugada y los primeros bombardeos sacudieron nuestro suelo. Durante semanas relatamos la guerra, los muertos, los heridos, el miedo, el dolor de la gente, el asesinato de dos compañeros reporteros, el derrumbamiento del país, el caos. Han pasado 21 años de aquello, pero sigo manteniendo con aquel periodista una hermosa amistad. Y aún hoy, cuando nos vemos, brindamos por aquel anhelo de paz compartido en una noche de fiesta en un Bagdad previo al infierno.
Sigo queriendo abordar todos los conflictos con la voluntad de ser corresponsal de paz, y no de guerra. Para ello se necesita un esfuerzo colectivo.
Es preciso idear una sociedad que desde la más tierna infancia reciba una educación con cultura de derechos humanos y de paz, que enseñe a ver a los otros y otras como humanos, porque observando eso que llamamos otredad podemos saber mucho mejor quiénes somos, qué somos y dónde estamos. A eso nos ayudan las palabras, que es lo que tenemos. Nada más y nada menos.
Gracias, salam, shalom, paix, peace, pace, mir, irín, paz.
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