Pablo y Jesús (II). La involuntaria contribución de Pablo a los cimientos de una religión nueva
(04-03-2021) (1166)
Escribe Antonio Piñero
Foto: san Pablo
Sigo con lo apuntado en mi postal de la pasada semana. En mi amigable confrontación con R. Carrier (a la verdad no sé si lee español; pero es facilísimo que lo haga y que no se lamente de que no se le entienda. Con el traductor de Google o con Deep L es más que fácil cambiar en segundos, y gratis todo lo que no contenga más de 5.000 caracteres) afirmo que no estoy discutiendo con él sobre la aplicación del teorema de Bayes –que vuelve a explicar en “Sobre la historicidad de Jesús”, su obra de 2014, en la afirma en la p. 17 que este último escrito hace que su obra anterior “Proving History” queda periclitada, “supersedes” en inglés.
Y no aplico este teorema por la sencilla razón que creo que las pruebas de verosimilitud presentadas por mí y resumidas en mi postal anterior, son suficientes. Seguro que Carrier se reirá de mí sarcásticamente. Pero no me importa. Léase el resumen al principio de mi postal anterior.
Vayamos, pues, al grano.
A la vez que afirmo que Pablo conoce la tradición sobre el Nazareno, sostengo como cierto que el Apóstol cambió radicalmente la figura del Jesús histórico. Jesús se veía a sí mismo como un ser humano normal, aunque con una relación especialísima con Dios; Pablo, por el contrario, hace de él un ser humano transformado --tras su resurrección/exaltación-- en un ser divino, secundario ciertamente, pero divino al fin y al cabo, cuyo mesianismo, como concepto al menos, es preexistente. Dios pensó su mesianismo antes de la creación. Es sabido, pues, que de este modo el Jesús de la historia se convierte en un salvador universal que olvida conscientemente su caracterización histórica como un mesías, profeta o maestro de la Ley judío.
Pablo transmutó también el mensaje (evangelio) del Jesús de la historia: de ser un anuncio de la venida del Reino de Dios, absolutamente irrelevante en el mundo helenístico, de características netamente judías y pensado en principio sólo para los israelitas observantes de la Ley y gentiles plenamente convertidos (prosélitos), pasó a convertirse en un mensaje de salvación universal, en el anuncio de la muerte y resurrección del redentor Jesús, el evento que reconcilió a la criatura pecadora con Dios, es decir, lo que realizó la salvación para todos los humanos no solo para los judíos.
El concepto de la salvación del ser humano en Pablo es muy distinto del de Jesús de Nazaret. El sistema de salvación del hombre según el Jesús histórico fue cumplir la ley de Moisés completa, haciendo hincapié en el precepto del amor, y prepararse con el arrepentimiento para la entrada en el reino de Dios. Ahora bien, el sistema de salvación según Pablo consistía esencialmente en creer en los efectos salvadores el sacrificio del Mesías divino y apropiarse de sus beneficios. Para Jesús la salvación estaba en el futuro; para Pablo, en un acto/evento en el pasado.
El cambio de perspectiva, iniciado por Pablo, no deja de ser natural si lo contemplamos en el marco histórico de la generación y expansión del ideario paulino dentro del Imperio romano, y en el ámbito de la confrontación, más o menos explícita, con el mensaje de salvación del culto al emperador y de los cultos de misterio de la época, que prometían igualmente la salvación.
Del mismo modo, y permítanme que insista, cambia el concepto de mesías para los judíos que aceptaban que Jesús de Nazaret lo era. Unido, pues, al cambio en la concepción del Reino de Dios, Pablo transmutó profundamente el anuncio de un mesianismo estrictamente judío, que habría de llevar a la instauración de la teocracia israelita y al aplastamiento del yugo de los gentiles, en otro pacífico.
He repetido a menudo que la noción anterior del mesías, judío, no podía tener atractivo ni posibilidad de éxito alguno entre los posibles candidatos a la conversión en el Imperio; sólo podría interesar a quien hubiera decidido de antemano que estaba dispuesto a convertirse en judío.
Esta acomodación al entorno explica también que en las cartas de Pablo se suprima el título mesiánico de “Hijo del hombre”, incomprensible para los que no fueran arameo parlantes. Para designar a Jesús, el Apóstol utilizará preferentemente otros títulos como “Hijo de Dios”, y sobre todo “el Señor” en sentido absoluto, es decir, sin ninguna añadidura. Solo hay un Señor.
En las cartas paulinas la afirmación de que Jesús es el mesías según la fe de Israel aparece en realidad disfrazada para llegar a un número mayor de conversos; las palabras “mesías”, “ungido”, “cristo”, pasarán a ser como denominaciones, o un nombre propio completo del único salvador, llamado Jesucristo.
Pablo efectúa un cambio de acento en la concepción del bautismo, iniciada por Juan Bautista y continuada por Jesús. El rito paulino de entrada al cuerpo místico del Mesías, el bautismo, no es él normal judío (una simple purificación de “manchas” rituales), pues manifestaba que el iniciando participaba de la peripecia de muerte y resurrección de la divinidad salvadora. Entonces recibía el bautizando un nombre, a modo de “sello”, que indicaba que era propiedad del Mesías.
Y el cambio en el sentido de la “fracción del pan” (“partir el pan” era muy judío) fue tremendo. La “fracción del pan” en una comida judía solemne simbolizaba al principio la unión del grupo y no la comunión íntima con el Mesías. Pablo la muda en este sentido, transformándola en una unión mística con el Mesías, con lo que hacía competir la imagen de Jesús con la de las divinidades salvadoras que pululaban en el Imperio.
La eliminación de la obligatoriedad de la totalidad de la ley de Moisés para los gentiles conversos, que se injertan en Israel, era en Pablo una radical novedad respecto a Jesús, ya que adquiere una dimensión universal que no existía en el Nazareno.
En el pensamiento de Gálatas y sobre todo en Romanos, la supresión de la obligatoriedad de la observancia de la parte de la ley de Moisés que era específica para los judíos (Romanos 7,1-25) se transforma para el creyente gentil en el Mesías (6,10) en una maravillosa realidad de libertad espiritual que incita a actuar noblemente, siempre según el espíritu de la ley del amor.
Naturalmente esta idea no casa con la noción expresada por Jesús de que hay que cumplir hasta la mínima porción de la Ley: “No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Sí, os lo aseguro: el cielo y la tierra pasarán antes que pase una i o una tilde de la Ley sin que todo suceda…” (Mateo 5,17-18), sentencias cuyo espíritu al menos corresponden al pensamiento del Jesús histórico.
En fin… el paso de Jesús a Pablo es tremendo.
Saludos cordiales de Antonio Piñero
www.antoniopinero.com